domingo, 10 de noviembre de 2019

DIGNIDAD (Manuel Menor)

La dignidad a partir del 11-N

Para resistir después del 10-N, seguirá siendo imprescindible propiciar una cultura atenta al desarrollo efectivo de los derechos sociales de todos.

Debiera bastar con contar lo que pasa en la vida cotidiana de la gente corriente, pero no es así. Debiera ser obligatorio saber qué pasa ahí abajo -y no solo a los que están en la cumbre social o política-, donde trabajan los que hacen que funcione todo. Algo deberíamos haber avanzado desde las antiguas crónicas medievales, en que casi el sujeto de la acción política eran los reyes o sus pares..

El villano y el currante
En la última película de Loach, Ricky, el protagonista, es un demandante de trabajo como repartidor, currante de toda la vida, amante de su núcleo familiar y creyente en que del trabajo honrado puede salir una vida mejor. Se ve forzado a solicitar un puesto en una de tantas empresas como han surgido al compás de los nuevos desarrollos tecnológicos, cuyas dimensiones globalizadoras han llegado al barrio obrero donde transcurre su limitada existencia. Podría ayudarle en un trance de crisis de todos los empleos anteriores.

Esfuerzo, autosuperación, emprendimiento y proyecto de vida personalizado son las palabras clave que aparecen en su conversación con el villano de la historia, el encargado por una empresa de reparto de la cuadrilla de repartidores, controlar su eficiencia y evaluar su rendimiento para unos accionistas a los que nunca se ve. Siempre aparece por medio una máquina escaneadora, similar a un móvil, capaz de establecer la trazabilidad de cada paquete y, de paso, la rentabilidad constante y continua de cada operario. El triunfo es lograr sortear todos los obstáculos de la carretera, llegar a tiempo con cada envío y no poner pegas si hay alguna multa por haber tenido algún percance personal o mecánico que haya dificultado una buena estadística en todo el proceso. De todo es responsable el repartidor, un falso autónomo que lo pone todo: la furgoneta, la rapidez, la salud, la responsabilidad ante imprevisibles y ante el posible estropicio o pérdida de la maquinita controladora, su cordón umbilical como asociado preferente.

Ricky acepta las imposibles condiciones de su trabajo incluidas algunas de las más duras: vender el coche de su mujer para poder meterse en la hipoteca para comprar la furgoneta indispensable, abandonar bastante el trato de su familia y llevar una vida de esclavo de sí mismo. Después de ser un buen empleado en una de las rutas más difíciles de la empresa, llega a aceptar varias multas por haberle sido imposible llegar a tiempo. Llega a hacerse cargo, incluso, de haber quedado atrapado en cuantiosas deudas con su empresa, entre otras causas, porque le han asaltado unos pandilleros y le han roto la preciada maquina de control. De aquel desencuentro ha quedado magullado físicamente, pero quiere seguir cumpliendo con el encargado de la empresa y no cerrarse  las dudosas expectativas de tan deshumanizador trabajo.

La conversación que al inicio de la película mantiene con su contratador es antológica. Lo del triunfo personal y las condiciones que implica se acaba convirtiendo en proyecto de vida para todas las horas del día y de la semana, hasta absorberlo todo. Ningún tipo de derecho se contempla en estos empresarios de sí mismos, ocupados en explotarse para beneficio de terceros. Su contrato asociativo descarta todos los derechos en el trabajo que, desde finales del siglo XIX, se han venido a reconocer legalmente en los países desarrollados democráticamente. Es lo que evidencia esta narración de Loach tratando de desmontar la verborrea triunfante en muchos negocios cuyas dimensiones tecnológicas están al servicio exclusivo de unos pocos, con desprecio absoluto de muchas vidas implicadas. El espectador puede ver cómo progresividad y explotación pueden auxiliarse mutuamente y propiciar que la desigualdad social esté muy bien servida.

La confortable realidad
La literatura, y en particular sus corrientes de realismo, se ha hecho eco de estas contradicciones de modo muy explícito. La Historia, la Antropología y la Sociología han pugnado por sacar a la luz en sus investigaciones los problemas de ello derivados. Pero el infantilizante momento actual es infatigable en reducir a actos individuales las relaciones sociales contrarias, sin que nada tengan que ver, como causantes o cómplices, los tiempos largos de la organización política.

 En ese panorama es plenamente actual el realismo fílmico de Loach, certero en cuestionar lo que como modernidad última se nos vende de continuo. Aunque vaya a contracorriente del filibusterismo de quienes cuentan que no es así, que todo es mejor de lo que parece y que no se puede ser pesimista, que hay que dar esperanza. Nunca faltan quienes consideran que sobra todo análisis crítico intenso, porque felices debemos sentirnos por haber podido vivir, de los años sesenta para acá, tal confortabilidad y “progreso” que es incomparablemete mejor que toda la historia anterior, de pleno “atraso”. Lo cual, en situaciones como las vísperas del 10-N, incita a la ciudadanía a la pasividad, sin nada que ganar y a la defensiva frente a cuanto pueda alterar tan tranquilizadora versión.

Se entiende mejor, de este modo, que, en el debate de más peso simbólico en estos días pasados, los líderes concurrentes a las elecciones se hayan limitado a soltar sus eslóganes de programa, para echárselos mutuamente en cara, sin afán de diálogo, mientras los problemas reales de las personas quedaban en el limbo. Fue levemente  distinto el debate de las mujeres, aunque de segundo nivel. Pero no se entiende por qué unos y otras dejaron el discurso de las cosas concretas -más simple- a los y las representantes de las perspectivas más ultras, que hablaron a los oyentes como si hubieran sentido sus problemas toda la vida. Y menos se entiende cómo cuestiones tan centrales para los ciudadanos y ciudadanas como las reformas laborales, tan relacionados con la desigualdad profunda, apenas lograran alguna mención. Como si todo hubiera alcanzado a ser tan estupendo para todos que no se pudiera tocar, no fuera a estropearse tanto logro histórico. ¿No tiene que ver este nuevo esencialismo con un caldo de cultivo cultural propio de no fascistas consumistas, propicio a que se desarrolle en plenitud el neofascismo emergente?

Que lo que cuenta Loach no se haya visto reflejado cuando la mayoría de los puestos de trabajo de ahora tiene similar perfil al del protagonista de su película, es grave. No lo es menos que, en la agenda de estos comunicadores tan superficiales, ni se haya mencionado la posible contribución de los sindicatos y huelgas de diverso tipo –históricamente vitales para el logro de los derechos sociales- a que ayudaran a recuperarlos del creciente deterioro en que se han sumido. Curiosa coincidencia ha sido, sin embargo, que Esperanza Aguirre -la que denostaba de cuantos profesores se opusieron a sus políticas educativas, y que llegó a denunciar a los que inventaron aquella camiseta de la marea verde- haya pasado estos días por el juzgado del caso Púnica escudándose en su ignorancia una vez más.

Esperemos que los votantes tengan la inspiración suficiente para superar tan desafortunadas conjunciones astrales y, enderezando los despropósitos,  aprestarse a sostener una resistencia que se aventura más dura, pero imprescindible, desde el 11-N próximo. Habrá muchos muros a saltar, como hubo el de Berlín.

Manuel Menor Currás
Madrid, 09.11.2019.

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