La pretensión del PP con el ministro de Educación al frente que la educación española se adentre en el siglo XXI marcando el paso de la oca, pone de manifiesto su sesgada visión del hecho educativo y al mismo tiempo reafirma la tradicional falta de consenso sobre el papel de la educación en la sociedad que caracteriza al Estado español y su peculiar -por no decir trágica- cultura política. La ley Wert es la enésima reedición de la mentalidad autoritaria y elitista que a lo largo de dos siglos ha generado múltiples normas educativas partidistas de inspiración ideológica y excluyente, que han perjudicado enormemente el progreso social, cultural, económico y político afectando especialmente a la ciudadanía más débil.
La propia naturaleza del lenguaje empleado en esta propuesta legislativa demuestra -cosa por otra parte evidente por las mismas siglas LOMCE- que es una "Ley de Ordeno y Mando", redactada mirando la historia de España por el retrovisor de una concepción de las relaciones educativas desaforadamente centralista, uniformizante y reglamentista. A pesar de una terminología de apariencia en ocasiones liberal, la ley Wert es la institucionalización del dirigismo y de la desconfianza del Estado hacia los ciudadanos y el profesorado en particular. Es una involución del todo contraria a lo que conviene a Cataluña y a cualquier territorio que confíe en su propia capacidad para hacer frente con éxito a los retos globales y en la contribución de sus maestros para construir un futuro democrático, avanzado y progresivo.
La pretensión de modificar la ordenación del sistema educativo sin efectuar ningún análisis previo riguroso, participativo y consensuado de las causas de los déficits de aprendizaje y del fracaso escolar, sin haber realizado ninguna acción estructurada de prospectiva de futuro y de modelización de los procesos de transformación pedagógica y organizativa que reclaman los tiempos actuales, es incompetente e inadmisible. Estas objeciones son sin embargo irrelevantes para los proponentes de la ley porque su objetivo real es ideológico: consiste en implantar un patrón de uniformización pedagógica de concepción y alcance estatal, relleno de mecanismos de homogeneización y de compulsión en manos de la Administración central. Amparados con el eslogan que la combinación de resultados mediocres y abandono prematuro "exige hacer algo", la LOMCE impone cambios sustanciales de los principios del sistema educativo actual, que deja de ser comprensivo, inclusivo y mínimamente descentralizado, al tiempo que introduce parámetros altamente ideológicos en el funcionamiento del sistema.
Los objetivos de la ley Wert son la estandarización y la uniformidad del servicio educativo en todo el ámbito estatal, el control absoluto de este servicio por parte del gobierno central, la cuantificación extrema del rendimiento escolar en unas pocas materias -con la consiguiente generalización de criterios numéricos de rendición de cuentas-, así como el logro de una cierta clase de eficiencia superficial por la vía de la protocolización de los procesos educativos. La LOMCE instaura una dinámica de "mcdonaldización" de la educación española por la vía de un sistema de objetivos, de organización y gestión en que los centros educativos, el alumnado y el profesorado son microgestionados a distancia por el Estado a través de unos protocolos cerrados de contenido, procedimiento y evaluación. El Ministerio de Educación se convierte en el equivalente de losheadquarters de una empresa multinacional centralizada. En una palabra, la LOMCE impone a la educación española un modelo "antifinlandés", del todo contrario a lo que con razón se considera un sistema de éxito por sus resultados y humanización.
Hace apenas veinte años que el sociólogo estadounidense George Ritzer usó el término mcdonaldization para designar los efectos negativos de la extensión a diversos sectores sociales de los principios de eficiencia, calculabilidad, predictibilidad y control propios de las cadenas de restaurantes de comida rápida en Estados Unidos. En The McDonaldization of Society (1993), Ritzer explica que el efecto combinado de estos principios lleva a la «irracionalidad de la racionalidad», porque crea sistemas racionales pero no razonables, en la medida en que niegan la humanidad básica, la personalidad, la cultura y los valores de la gente que trabaja o que es servida por el sistema. La irracionalidad disfrazada de control, eficiencia y "mejora" es precisamente el espectro que se cierne ahora sobre el sistema educativo español. En el universo educativo mcdonaldizado del Ministerio el profesor debe dejar su personalidad a las puertas de la escuela y atenerse a los designios gubernamentales para entrenar al alumnado para unas pruebas que ya se sabe cómo serán, única manera de sobrevivir en el asfixiante universo de unos rankings educativos públicos simplistas, descontextualizados e injustos.
Los proponentes de la actual propuesta legislativa parecen ignorar que una educación auténticamente productiva en conocimientos, competencias y valores personales se construye a partir de las relaciones y de las capacidades de todos en el seno de una comunidad educativa dotada de un sentido colectivo de responsabilidad social y de un compromiso absoluto con la promoción del conocimiento y el éxito individual de cada aprendiz. Si alguna de estas cosas ha fallado hasta ahora (y pienso que desgraciadamente éste es el caso), es aquí donde hay que concentrar con visión a largo plazo los estímulos, los esfuerzos, la exigencia y la implicación de centros, profesorado, alumnos, familias y administración educativa.
Pero la ley Wert no está hecha pensando en las personas. No tiene en cuenta el profesorado, al que trata como mero ejecutor de un designio superior, lo que representa una instrumentalización condenada a generar una insatisfacción de dimensiones gigantescas. En cuanto a los alumnos, es del todo ajena al hecho de que son personas dentro de una estructura social concreta e íntegra, y que cada uno es importante y único como individuo, como aprendiz y como ciudadano. Por ello concibe a los alumnos como átomos obligados a interactuar con el Estado y a rendirle cuentas, simples partículas individuales sólo dignas de consideración en la medida que encajen en un sistema rígido de trayectorias académicas y alcancen el rendimiento decretado en términos exclusivamente numéricos al menor coste per capita posible.
El legislador debería saber a estas alturas que cualquier estrategia con proyección de futuro debe partir de la base de que la superación de las disfunciones educativas depende sobre todo de la capacidad emprendedora local propia de cada centro educativo, de la aplicación autónoma y comprometida del conocimiento individual y colectivo y el uso flexible y discrecional de los recursos. Avanzar de verdad requiere que los centros educativos empleen sus mejores esfuerzos a aumentar el rendimiento académico y la eficacia de la atención al alumnado, dando respuestas personalizadas y flexibles en un contexto de equidad, acompañados en su caso por las administraciones más cercanas. Esta tarea sólo la pueden hacer profesionales comprometidos que trabajan en equipo en el marco de unos centros educativos autónomos, bien liderados y arraigados en la comunidad, la cultura y el territorio, que tienen en sus manos el control de sus asuntos.
La ley fast-food que se nos impone fomenta el asentimiento y la pasividad mucho más que la diligencia, el compromiso y la voluntad de tomar el timón y modelar el futuro. Y mientras se necesitan años para implantar la ley, hacer efectivas las medidas previstas, comprobar que no funciona y disimular el fracaso, la burocracia uniformista y centralista arraigada en visiones, intereses y sensibilidades más propias del siglo XIX que del XXI habrá vuelto a conseguir su objetivo real y prioritario, que no es otro que acaparar poder y perpetuarse a sí misma.
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