domingo, 10 de diciembre de 2017

Antiideologías (Manuel Menor)

Manuel Menor nos envía su último artículo:

Vuelve a sonar “la ideología” como estratagema para sostener lo imposible.

La política educativa, como otras muchas, es especialmente sensible al cruce de intereses, algunos encubiertos bajo el paraguas de privilegios de otras épocas, como si de algo “natural” se tratase.

Es frecuente que, al hablar de las políticas educativas –o de cuestiones en que el cruce de intereses y modos diversos de afrontar una determinada situación opinable-, alguien mencione, y no para reconocimiento del adversario, una determinación prejuiciada que actuara a modo de mediación interpuesta: “la ideología”.

La ideología como arma anti-ideológica

Por ley del 03.10.1979, a la que siguieron dos circulares y una resolución posterior, en 1981 la obligación de enseñar “Ordenamiento Constitucional” en los Institutos alcanzó formalmente a profesores de una de las áreas curriculares. En sesiones  sui generis, trataron de acordar diseños posibles del qué y cómo enseñar lo básico de la Constitución de 1978. Después de largos años con las paredes de las aulas transpirando “Formación del Espíritu Nacional”, las iniciativas de interés convivieron con improvisaciones demostrativas de serios problemas. Por ejemplo, el de un profesor al proponer como cuarto poder del Estado a los “poderes fácticos”, que, en la jerga de la época, habían tenido la Iglesia y la Banca. Podía haber sido una humorada, pero pronto pudo advertirse que contravenía en serio la doctrina clásica de los contrapesos en que se sustenta el Estado democrático separando Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Al replicar alguien exigiendo una explicación coherente, contestó -no se sabe si inspirado por la ignorancia o por desapego hacia el nuevo panorama-, diciendo a su vez: “Ya estamos aquí con la ideología”.

Quienes así proceden suelen pretender -casi siempre para despistar- que no reparemos en lo que quieren ocultar: que su modo de ver, interpretar y decidir, es el correcto y, además, el único acorde con la verdad, la naturaleza de las cosas y lo que el bien general necesita. El empleo de la referencia al término “ideología” como arma arrojadiza tiene larga historia desde los sofistas. Alguien ha estudiado el fenómeno en tiempo relativamente reciente, como hilo para analizar el discurso de una revista subvencionada por la CIA. Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura funcionó entre 1953 y 1965. El análisis de Olga Glondys, La guerra fría cultural y el exilio republicano español (CSIC, 2012), permite entender mejor lo acontecido en esa etapa, y algunas de sus determinaciones sobre la política española posterior. El  empleo planificado de “la ideología” como arma “anti-ideológica”, además de captar intelectuales importantes para sus filas, ayudó a construir una parte relevante de los constructos políticos y económicos que tienen vigencia hoy. La autora de este trabajo sostiene que actualmente, “la ideología en occidente está asociada a lo negativo… Sin embargo, se olvida que, mediante sus políticas encubiertas y oficiales durante la Guerra Fría, EEUU fue capaz de convencer al mundo de que sus propios ejes y conceptos ideológicos sí servían para identificar e interpretar la realidad misma”.
Fue por esos años, y más particularmente ya en los setenta cuando ese discurso se puso de moda, y un supuesto inspirador de Rajoy en sus primerizos artículos para Faro de Vigo, Gonzalo Fernández de la Mora, escribió en 1965: El crepúsculo de las ideologías. El paraguas del pensamiento “anti-ideológico” habría servido de este modo para desarrollar el fuerte poderío que alcanzó enseguida, bajo la égida de Thatcher y Reagan, el neoconservadurismo, ese pensamiento único, tan implantado en muchas mentes que obedece a una consigna programada en aquellos años: “El tipo de propaganda más efectivo es –según rezaba una directiva de los servicios de seguridad americanos- aquel en que el sujeto se mueve en la dirección que uno quiere por razones que piensa que son propias”.

Precauciones
Es importante leer, oír y hablar con esta precaución si de verdad se quiere estar al tanto, participar y votar coherentemente. Tener opinión propia, suficientemente solvente y fundamentada, no es fácil. Por mucho que parezca que se tiene mucha información –hoy más que nunca-, discriminar, relacionar y elaborar con fundamento, son actividades complejas en que la abundancia no siempre es signo de calidad para discernir si, de manera explícita, y especialmente de manera implícita, no están jugando con nosotros para que pensemos, opinemos y votemos como quieren que hagamos. En lo concerniente a política educativa, a las noticias puntuales que van ritmando el día a día, se añade de continuo un trabajo solapado, sostenido por grandes corporaciones multinacionales, que se sobrepone al de instancias tradicionalmente asentadas en el empleo de la educación como negocio o como actividad de control social.  El resultado es un tejido en que se conjuntan tupidos nodos de información que se mueve de manera muy ágil, y aparentemente neutral en no pocas ocasiones.

 La coalicción de estas instancias existe y ejemplos de ello pueden verse en los análisis que, desde 2013, han hecho expertos de diverso signo a la última ley orgánica, la LOMCE. Es más, una buena parte de las razones por las que tanto se insiste desde hace un año en lograr un “pacto educativo”, es que los fautores de esta Ley temen haberse pasado y que, en una situación de incertidumbre afectiva de los votantes conservadores, todo lo ahí legislado se fuera al traste, incluido el artículo 27 de la Constitución, que desde muchas instancias se reclama sea revisado en la también últimamente muy incierta ansiedad de reforma constitucional.

Una tendencia creciente de las noticias que publica la prensa en los últimos tiempos es la de reforzar ese tejido, especialmente en dos puntos neurálgicos: el fortalecimiento de los afanes de privatización de la enseñanza y, en paralelo, que no decrezca la tensión por la presencia de la Religión (católica, especialmente) en el currículum escolar. Un asiduo en este trabajo es el Cardenal Cañizares: su destacada colaboración periódica en La Razón es, además, una ventana abierta al más ínclito pasado del Ancien Régime, en que sus pares se atribuían dominio absoluto de la verdad, amén de tener sobrados recursos económicos y políticos para ejercitarlo. Ese dominio, que el Concordato de 1851 les siguió manteniendo privilegiadamente en sus artículos 1, 2, 3 y 4; que les fue renovado en el Concordato de 1953; y del que quedan sobradas referencias en los Acuerdos firmados entre 1976 y 1979, todavía le permite a este ex-Prefecto del Culto católico sostener una “ideología” –ahora sí- muy peculiar para los tiempos actuales. Su referencia a la Constitución le vale para amparar de todo, incluidos por supuesto "los recortes a la libertad de enseñanza, o al no desarrollo de todo lo implicado y exigido en el derecho a la libertad religiosa": todo le es poco. Esto, lógicamente, desvía la atención de otros asuntos de fondo, como por ejemplo, hasta qué punto estén justificados los privilegios económicos y subvenciones diversas con que la Iglesia católica sostiene –a cuenta del dinero de todos- sus actividades particulares, incluida la propaganda y el acusar de perversos “ideólogos” a quienes sostengan tesis contrarias a las suyas.

Este arte de argumentar para tener siempre razón o para defender posiciones que se tambalean por mucha tradición que arrastren de las maneras apologéticas del pasado, no cesa de modernizarse. En el ámbito de la Política educativa está muy bien posicionado el recurso a las instancias internacionales como garantes de que lo que se esté haciendo va en la dirección correcta y segura. Habría que preguntar quién lo respalda, pero no suele hacerse, a pesar de que no parece que el FMI, la OCDE o el Banco Mundial estén muy interesados en la democratización del saber. Entre sus objetivos parece predominar la domesticación de los futuros trabajadores, justo cuando su futuro en la generación de valor será decreciente a medida que se vaya imponiendo la nueva revolución de las máquinas. En países como España donde todavía persiste en muchos medios autoflagelante pesar por no estar a la altura como correspondería, informes como el de la OCDE a través de PISA o el que estos días ha circulado, denominado con el acrónimo PIRLS, en que se acumulan datos relativos a “comprensión lectora”, han animado mucho al Sr. Marcial Marín, actual Secretario de Estado en Educación, pese a que es consciente de que miente en sus afanes de mostrar su amor a la educación española. Prueba de esto ha sido su actitud con los representantes sindicales que acudieron el jueves 30 de noviembre a tratar el procedimiento de oposiciones para cubrir las plazas indispensables de profesorado que el sistema escolar necesita para no entrar en colapso.

La pregunta para distinguir un poco si de un problema grave se trata y si la solución propuesta obedece a algún género de perversa “ideología”, es saber a quién beneficia el acuerdo o el disenso. De entrada, lo correcto en todo caso de litigio es la duda y la desconfianza. Que se hable mucho o poco en los medios o en las redes sociales del asunto o que, incluso, no se hable nada, no son signos de verdad o mentira: las formas de tomadura de pelo están omnipresentes y, ahora, pueden estarlo de manera masiva. Y hablando de libros, de mayor o menor capacidad argumentativa para lo que quieran decir, habrá de procederse del mismo modo si no se desea que le manipulen a uno.

Intereses e Historia
Quienes más alardean de neutralidad suelen ser los más ideologizados. Y también puede asegurarse con certeza que no hay historia de la educación que no tenga su punto político. Como suele decir el prestigioso catedrático Manuel de Puelles, “la educación, el poder y los intereses se hallan muy interrelacionados” jugando siempre el factor político un papel sobresaliente en esa combinación. Si son muchos los poderes que persiguen el dominio de la escuela –concluye-, “la historia de la educación es siempre historia política”.


Manuel Menor Currás
Madrid, 10.12.2017

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