Reproducimos el último artículo de Manuel Menor
"Acoso, acosas, acosa"
También en el sistema
educativo existen la violencia y la desigualdad
El “No aguanto ir al
colegio” que dejó tras sí el último suicidio escolar no se borra con un telefonillo.
Requiere actuaciones que afectan a muchas pautas de conducta establecidas.
Las posiciones tácticas de Rajoy y demás posibles candidatos a
presidir el Gobierno nos dejan cada día más confusos. Todo sigue casi igual que
el día después del 20-D y cuanto más gesticulan unos y otros, menos vemos. Los
opinantes profesionales tienen amplio recorrido para jugar con las
elasticidades de la aritmética parlamentaria. Mientras, los problemas del día a
día se van pudriendo, no volvemos a las urnas y nos repiten persuasivos :
“Diálogo”, en boca de quienes han practicado una sistemática política de tierra
quemada en su entorno y, sobre todo, “Estabilidad”, para ver si todo sigue inclinado
hacia el mismo lado.
Las anteojeras de lo
natural
Habrá quien tenga nostalgia por lo que fue el “Plan de estabilidad”
de 1959, pero no es recomendable. Ninguna de las leyes educativas que siguieron
fue capaz de poner suficiente atención a los problemas centrales que siguieron
afectando al sistema educativo: siempre vino otra que decía que iba a “mejorar”
lo que había, para renovar al poco tiempo la necesidad de volver a reformar –o
contrarreformar- lo precedente. En el sistema de estabilidad que ahora se
busca, las reformas estructurales de que se habla llevan implícita la
desatención programada hacia cuantos puedan quejarse, de modo que lo “natural”
seguirá siendo que la educación de los españoles siga como hasta ahora. Con una pizca de “diálogo” que sostenga la
apariencia de preocupación, se tratará de mantener el ritmo existente, de mayor
distinción para un 35% mientras crece el deterioro de la enseñanza del otro
65%. El negocio espera que los más descontentos de este segundo grupo, y con
posibilidad de hipotecarse, se pasen al primero por desesperación o desencanto. Tan estable es ya esta perspectiva que apenas
se ha modificado lo que, en 1900, escribía el que fue primer ministro de
Educación, Antonio García-Álix: “La libertad de enseñanza en nuestro país se ha
convertido en un censurable mercantilismo”.
Este tonto retroprogresismo es sacudido de vez en cuando por
imponderables, pero pronto vuelve todo a su parsimonia inmutable. El suicidio
de Yokin Ceberio en septiembre de 2004 removió estas tranquilas aguas. Volvió
intermitentemente el revuelo y, con las modalidades de acoso cibern ético en
alza, este espectro de variaciones que ponen en riesgo la vida de nuestros
adolescentes va camino de convertirse en rutinaria estadística. No es muy
tranquilizador agregarla a la derivada de situaciones problemáticas para la
infancia, como la de la pobreza infantil tan denunciada por instituciones
solventes como Save the Children o Cáritas, o a las que el Consejo del Poder
Judicial puede deducir de las situaciones familiares distorsionadoras del sano
crecimiento de nuestros niños y niñas. Las conclusiones pueden ser alarmantes.
Poco auxilio puede encontrarse, por otro lado, en la cultura que
arrastramos de atrás en colegios, barrios, cuarteles y hasta universidades, donde han abundado las
exaltaciones al más fuerte de la manada o al más graciosillo. Reírse y pasarlo
bien sin machacar a alguien o someterle al capricho de “inocentes” novatadas ha
sido poco divertido. La gracia casi siempre estuvo en que los minorizados, tuvieran que mostrar
inferioridad y sumisión. Pocas y pocos son los que no han tenido que convivir con modalidades microfascistas de falsa cohabitación, más
duras cuanto más cerrado haya sido su ambiente vital.
Para las últimas generaciones, muchos hábitos han sido distintos,
aunque no necesariamente mejores. Los problemas brotan por otros linderos si se
baja la guardia. Algunas asepsias,
aparentemente buenas e incluso prestigiadas en el tratamiento de los pequeños,
no lo son tanto cuando no facilitan que la convivencia y desarrollo personal se
vayan afinando con el roce continuo de las diferencias. Los colegios e institutos
-el papel de maestros y profesores- serían a su vez poco fiables si continuaran
siendo estrictamente fieles a lo que les
era exigible hace cincuenta años. La complejidad de tareas y obligaciones
educadoras que profesionalmente han debido asumir se ha hecho mucho más compleja
y más difícil. Requiere, por tanto, mucho mejor reconocimiento, acreditación y
preparación. Y si no es así es que fallan cosas principales en nuestra vida
colectiva.
“No aguanto ir al
colegio”
Diego, el chico de once años que acaba de suicidarse, nos deja un
urgente legado: “NO AGUANTO IR AL COLEGIO”. Al margen de lo que dictamine la
investigación judicial, pone en cuestión no sólo los protocolos administrativos
sino también el concepto de educación en que andamos embarcados a la altura de
2016. Malo será que se concluya que hubo acoso escolar, como parece requerir la
demanda de los padres. Y peor todavía si el problema que se descubra es el de
una persistente desigualdad desatendida, incrustada en las pautas habituales
del quehacer cotidiano como algo banal y anodino.
Con este tipo de problemas escolares sucede como con la violencia
de género. Casi todo procede de nuestra ignorancia más o menos culpable, de no
reconocimiento de violencias estructurales que están ahí de continuo sin que
les hagamos caso. Nos parecen “normales”. No nos enfadan ni soliviantan. Nos
hemos criado con ellas como si la naturaleza nos las hubiera dado. Si de añadido formamos parte del grupo o
facción dominante, que no ha tenido especial problema para sentirse reconocido
por los demás, muy difícil será advertir nada inconveniente salvo que, por azarosa casualidad, nos veamos atrapados en
la sinrazón. Lo más probable es actuar según las pautas de lo que está bien
visto, con el mismo humor, gestos y palabras, que cuantos –a veces- decimos que
son machistas, abusones, discriminadores, chantajistas y señoritos
aprovechados. Esta androcéntrica manera de mirar el mundo desde el ombligo es
muy admirada, además, cuando se tiene, de añadido, posición privilegiada en la vida
económica y social. Por más crisis que
haya, esta minoría selecta no se entera y todavía crece más su distinción
respecto a todo el resto del personal junto.
Con el agravante de que esta asimetría en aumento les permite
publicitadas formas de benevolencia hacia los siervos, obligados implícitamente
a reconocerlas. Lógicamente, quienes miran el mundo desde abajo son los únicos
que tienen clara esta ideología de la desigualdad. A poco conscientes que sean,
no aceptarán la injusticia de la “excelencia” que se les quiere imponer.
Un telefonillo u otra
escuela
Los profes parecen dolerse de que un chico brillante y de buenas
notas haya decidido dejar este mundo.
Como si esa fuera la función de la educación. Y ahí reside el gran problema del
sistema educativo, de la escuela, institutos y colegios. Qué educación promueven,
qué tipo de convivencia desarrollan, qué personalidades de ciudadanos prefieren. Cómo promueven y trabajan, por tanto, para
que las relaciones humanas sean menos desiguales de partida y permitan a todos
la posibilidad de desarrollar sus capacidades sin servilismos. Visto desde este
ángulo, el testamento de Diego debiera quemarnos a todos por no estar a la
altura. La reacción tecnocrática de
Méndez de Vigo, con el telefonillo de quejas, parece una tirita para una
metástasis de gran calibre. Más vale eso que nada, pero bien podía dedicarse a
trabajar con otra seriedad por que los derechos de todo chaval fueran
respetados al máximo. La función del sistema educativo y su obligatoriedad
parece que debieran centrarse en generar ambientes cálidos donde puedan sentirse
acogidos, y en evitar que los más
sensibles se vean absolutamente extraños.
Manuel Menor Currás
Madrid, 23/01/2016
Gracias por la complejidad con la que se trata el asunto. ¿Lo entenderán en algún momento las administraciones educativas? Afrontar el acoso desde un sistema que incita a la competitividad más extrema es misión imposible.
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