ANDALUCES DIARIO.ES: La escuela de los sueños cumplidos
PATRICIA RODRÍGUEZ PAGÉS
Cada noche, Carmen abre su cuento y vuelve a leer la página por donde se quedó el día anterior. No recuerda el título, aunque sabe que trata de un misterio. Atesora en su casa varios de estos libros infantiles que le han regalado. Algún día, espera atreverse con una novela, aunque no tiene prisa. De momento, se conforma con descubrir las historias que nunca leyó de pequeña, porque Carmen nunca fue a la escuela. Con ocho o nueve años, la subieron a un banco y la pusieron a trabajar, a fregar la loza: “Yo siempre me preguntaba por qué hacían los fregaderos tan altos”. Carmen tiene 71 años y sólo hace dos aprendió a leer y a escribir. Se deshizo entonces de la vergüenza y olvidó esa inseguridad, el nerviosismo ante una carta en el buzón o el trámite de algún documento. Fingía que se le habían olvidado las gafas para que la ayudaran a descifrar ese mundo que le era ajeno hasta hace dos años. “Nunca firmé con el dedo porque me daba muchísima vergüenza… mi firma es horrorosa”, dice ahora con la sonrisa de quien ha conquistado cierto poder.
Los pupitres del Centro de Adultos del Polígono Sur guardan cientos de historias de superación como la de Carmen. Historias que hablan de la lucha por eliminar las barreras y condicionantes de un barrio golpeado por la desigualdad. Esta escuela, peleada durante tres décadas por profesores comprometidos y alumnos ilusionados, ha recibido en 2013 el Premio Nacional Miguel Hernández que concede el Ministerio de Educación. Su lucha contra el analfabetismo, todavía hoy en el siglo XXI -en Andalucía hay aún más de 256.000 personas mayores de 16 años completamente analfabetas, según el INE-, y su compromiso por la formación de jóvenes y mayores especialmente desfavorecidos les ha valido este reconocimiento, aunque para la docena de profesores la verdadera recompensa está en el cuaderno de Carmen.
Tiene una letra impoluta. Nunca ha llegado tarde a clase y, cada domingo, desea que pase pronto el día para que llegue el lunes. El lunes a las cuatro de la tarde. A Teodora le pasa lo mismo. Abre su libreta y la muestra con orgullo, acaricia el papel mirando detenidamente sus últimos ejercicios. “No tengo una letra muy bonita”, dice sin creérselo mucho, porque en el fondo está orgullosísima de sus avances. “Sabía leer algo, aunque confundía las letras, las mayúsculas, las minúsculas y escribía las palabras juntas”, cuenta esta mujer, de 63 años.
Lleva también dos años como estudiante en este centro de adultos. Confiesa que desde que entró en la escuela ha dejado de ir por la calle leyendo letreros. Nunca ha leído un libro pero ha logrado retener el puñado de letras que aprendió con nueve años a base de leer mucho por la calle. “Me sacaron del colegio con nueve años y me pusieron a fregar en una academia. Fue el hijo del director el que me enseñó las letras. Me las escribía en la pizarra de un aula vacía, en uno de mis descansos, y me las hacía repetir una y otra vez… cuando me equivocaba me daba un porrazo contra la pizarra… ¡porque cuando acababa la última letra ya se me había olvidado la primera!”.
Lleva también dos años como estudiante en este centro de adultos. Confiesa que desde que entró en la escuela ha dejado de ir por la calle leyendo letreros. Nunca ha leído un libro pero ha logrado retener el puñado de letras que aprendió con nueve años a base de leer mucho por la calle. “Me sacaron del colegio con nueve años y me pusieron a fregar en una academia. Fue el hijo del director el que me enseñó las letras. Me las escribía en la pizarra de un aula vacía, en uno de mis descansos, y me las hacía repetir una y otra vez… cuando me equivocaba me daba un porrazo contra la pizarra… ¡porque cuando acababa la última letra ya se me había olvidado la primera!”.
A Isabel Dealbert la espera un grupo de alumnos a las puertas de su despacho. Abren y cierran la puerta, metiendo prisa. Son casi las ocho de la tarde y la jefa de Estudios sigue sin poner fin a la jornada laboral. Aguardan con una tarta, porque es su cumpleaños. “Me emociona pensar todo lo que los alumnos hacen cada día por este centro”, explica la profesora, que recuerda cuando la escuela estaba instalada en el Centro Cívico el Esqueleto y daban clase a 500 alumnos en tres aulas. “Formar los grupos y hacer los cuadrantes y horarios era una locura”. Hace tres años que disfrutan de un centro más amplio, un antiguo centro infantil que estaba en desuso, aunque poco adaptado a las nuevas circunstancias: “No tenemos aire acondicionado y los servicios eran pequeñitos”. El cableado, la pintura… todo estaba antiguo, aunque por fin tenían un centro propio. “Fueron los propios alumnos los que levantaron la escuela”. Los jóvenes de los talleres de empleo, a quienes el centro también da formación básica, pintaron, hicieron arreglos de fontanería, albañilería… “Me emocioné cuando ví que los alumnos hacían cuadrantes para la limpieza”. “Me emocioné mucho porque sienten esta escuela como su casa. Sienten el cole como suyo”.
PALABRAS PARA FÁTIMA
Hace 30 años el Ayuntamiento de Sevilla se propuso combatir el analfabetismo en uno de los barrios más desfavorecidos de la ciudad. Fue casi puerta por puerta para saber cuáles eran las necesidades reales del barrio. Esa iniciativa acabó en la creación de esta escuela que hoy sigue ofreciendo soluciones formativas a los principales problemas educativos del barrio: desde las clases de alfabetización a apoyo para obtener el graduado en secundaria; español para extranjeros, ayuda para superar el examen teórico del carné de conducir -y evitar la conducción de vehículos sin permiso-, clases de informática, el acceso a la universidad.
Cuenta Isabel Dealbert que hay alguien que superó casi todas estas barreras y después de pasar por las clases de alfabetización, superó la secundaria y accedió a la universidad. “Dicen que esa persona estudió periodismo”, explica. Ella no trabajaba entonces en el centro, aunque todos conocen la historia.
Cuenta Isabel Dealbert que hay alguien que superó casi todas estas barreras y después de pasar por las clases de alfabetización, superó la secundaria y accedió a la universidad. “Dicen que esa persona estudió periodismo”, explica. Ella no trabajaba entonces en el centro, aunque todos conocen la historia.
Amparo no tiene pensado ir a la universidad. De momento. Su sueño es ser matrona: “Me gustaría seguir estudiando, estudiar enfermería, ser matrona… pero sé que no lo voy a conseguir”. Y la voz se le apaga brevemente para afirmar convencida: “Ahora voy a sacarme el título de graduado en secundaria y a continuar con mis ensayos en la compañía de teatro que hemos formado ocho jóvenes del barrio”. Después ya veremos, parece decir. Tiene sólo 20 años, dejó el instituto a los 18 porque no estudiaba. Ahora es consciente de que sin títulos el mercado de trabajo está cerrado: “Todo el mundo tiene que tener como mínimo la ESO para poder trabajar”. Contenta con su nueva faceta de estudiante y actriz, presume de haber participado en el documental Piratas y Líbelulas de la cineasta Isabel de Ocampo, preseleccionado para los Goya y premiado con una Mención Especial en el Festival de Cine de Valladolid.
Cae la tarde en el Polígono Sur. Amparo se marcha del centro saludando por los pasillos a otros compañeros. Se cruza con Fátima en el pasillo. “Quiero aprender muchas palabras”, repite en un español atropellado y con acento árabe. Fátima es de Casablanca (Marruecos), tiene 38 años y quiere trabajar: “Necesito hablar correcto, aprender muchas palabras”, insiste.
Lleva siete años en España y en este tiempo sólo ha aprendido lo básico para defenderse. Tampoco escribe bien el árabe, no fue mucho al colegio. “Cuando llegué no entendía nada, pero como trabajaba como interna cuidando a un enfermo no me hacía falta entender”.
Tampoco le hizo falta el español para enamorarse de un sevillano. Se casó a los dos meses y, hoy, seis años después, tienen una hija en común: “Hablábamos con gestos”, dice risueña mientras confiesa que el juez llegó a dudar si era un matrimonio de conveniencia: “Me preguntó si sabía la fecha de nacimiento… yo le dije, mire señor, claro que sé… yo le quiero”.
Lleva siete años en España y en este tiempo sólo ha aprendido lo básico para defenderse. Tampoco escribe bien el árabe, no fue mucho al colegio. “Cuando llegué no entendía nada, pero como trabajaba como interna cuidando a un enfermo no me hacía falta entender”.
Tampoco le hizo falta el español para enamorarse de un sevillano. Se casó a los dos meses y, hoy, seis años después, tienen una hija en común: “Hablábamos con gestos”, dice risueña mientras confiesa que el juez llegó a dudar si era un matrimonio de conveniencia: “Me preguntó si sabía la fecha de nacimiento… yo le dije, mire señor, claro que sé… yo le quiero”.
Si hay algo que estas cuatro mujeres valoran, es el tesón y la paciencia con que los profesores las ayudan en ese camino, no sin dificultades, que han emprendido. Doce profesores para 800 alumnos. Un reto que parece imposible sólo si nadie ha visto alguna vez la mirada limpia y feliz de Carmen: “Parece una tontería, porque la persona que sabe leer y escribir no le da ninguna importancia”. Y Carmen se emocionada: “Para mí esto es mucho. Estoy muy feliz aquí”.
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