Su autor es Francisco Mora, Catedrático de Fisiología Humana, Universidad Complutense de Madrid y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica, Universidad de Iowa
Acabo de regresar de lugares en donde he respirado otras culturas. Y vuelto con la mente lavada, fresca, como la de un niño recién peinado que lo llevan al colegio. Y precisamente, tras lo vivido, he pensado mucho, una vez más, en la cultura que tenemos y la educación que recibimos. Y en el colegio y los maestros y su significado en la educación, la cultura, la ciencia en esta España tan vieja, pícara, engañosa y deshonesta. Y la gran labor que hay por hacer en valores verdaderamente humanos, lejos del pensamiento pobre, egoísta, oscuro, que respiramos todos, todos los días.
La educación en este país no se arreglará nunca desde arriba, a golpe de leyes. Solo se arreglará seleccionando, formando buenos maestros. A alguien, ahí arriba, algún día, se le ocurrirá transformar los estudios de magisterio y crear un proceso serio de selección de los candidatos a maestros. Y lo hará, tal vez, de pronto, tras darse cuenta que el maestro es el gran hacedor, el hacedor de futuros, el responsable máximo de quien depende, en gran medida, los que van a ser los ciudadanos que va a tener un país. Reconocerá el enorme poder que el maestro tiene en su mano, poder real, del que posiblemente el propio maestro no es consciente. Y ese poder reside en que el maestro, haga bien o mal su trabajo, va a cambiar el cerebro de los niños a los que enseña. Y debo insistir, ese cerebro, de forma lenta y con los largos tiempos de colegio, no cambiará de una forma sutil, sino que lo hará en sus raíces, en su química y en su física, en sus conexiones anatómicas, en el funcionamiento de los circuitos neuronales y en sus engramas emocionales profundos. Y en ellos anclará de forma definitiva los valores y aprenderá las normas que instrumentan esos valores para vivir en sociedad. Eso es lo que enseña la Neurociencia hoy.
Es claro que la familia es ese primer modulador del cerebro del niño. Pero es el maestro, insisto, en orquestación de la relación con los otros niños el que entroniza en su cerebro los valores que deben regir su vida en una sociedad. Eso es educación que, como acabo de señalar, no se arreglará nunca solo con leyes sino, fundamentalmente formando buenos maestros, reconociendo que hay que seleccionar y formar muy bien quien va a ser maestro, creando en él la responsabilidad personal y social que implica su trabajo. Y solo así podemos tener la esperanza de que las cosas cambien de raíz. Y es así también que sembrando bien podemos esperar recoger una cosecha que fructifique en posteriores periodos de la enseñanza o en la misma conducta personal y social de ese niño. Y pasar así, con valores, de esa tan enraizada y centenaria conducta aireada y aplaudida del listo, pícaro y engañoso, zorruno y corto con los demás, a la conducta que expresa nobleza, mirada larga, honradez consigo mismo y bien hacer con los demás.
Cierto que ser maestro no es una tarea para la que sirve todo el mundo. Profesión dura que hay que amar pues requiere una buena dosis de entrega de tiempo y talento emocional. Y eso no es fácil y menos en ese día a día que es la briega del aula, de la lucha, tantas veces, con la incomprensión y la desesperanza. Por eso hay que formar al maestro haciéndole consciente del valor de su trabajo. Haciéndole saber emocionalmente que es él quien alimenta el fuego que hace cocer lento los talentos ejecutivos, la inhibición y el control de la conducta, el entrenamiento de la memoria de trabajo, la emoción, la atención, el aprendizaje y la repetición del aprendizaje y el respeto y la comprensión empática del otro. Proceso que acumulado será la guía del futuro personal del niño. Y eso son valores en donde, más allá de la enseñanza misma y el ejemplo cotidiano del maestro, sean en esos primeros años como era la luz de los faros para los barcos.
La madera de maestro no crece en todos los bosques. Es una madera especial que hay que escoger y seleccionar muy cuidadosamente. Y después embellecerla. Magisterio debiera de ser una de las profesiones más cuidadas, no a nivel de conocimientos en materias, que también, sino en sensibilidad social, en fibra emocional, en aristas de ética, en capacidad docente, en corazón de valores y en sentimiento profundo de responsabilidad social. Un niño en manos del maestro es como un bloque de mármol en el que clase a clase, día a día, hay que modelar a pequeño golpe de palabra y emoción y sacar una figura que sea la base de un ser humano sólido y honesto. Un maestro es un hacedor de futuros. Un mago capaz de transformar el cerebro en desarrollo de los niños para que puedan convertirse en dirigentes honrados o simplemente ciudadanos capaces de sentirse orgullosos de un buen hacer con lo que hace. Y también ser capaces de volver algún día al Colegio, dar un abrazo a su maestro y derramar sobre su mesa luces de agradecimiento.
De lo que el maestro haga, con su palabra y con su ejemplo, saldrán niños con amor por la verdadera cultura, las humanidades y la ciencia. Saldrán niños con valores capaces de ennoblecer la verdadera dignidad personal y el bien hacer, escuchar y respetar al otro. De hacer reconocer emocionalmente que los demás no solo son los que están delante de ti, cercanos y hablando contigo, sino aquellos otros que no ves. Y que el daño y desdoro hacia los demás puede ser simplemente echar una colilla o un pañuelo sucio desde tu coche cuando conduces por la carretera. Entronizar valores humanos significa luchar por ser el mejor bibliotecario, el mejor ingeniero o el mejor fontanero o carpintero sintiéndote orgulloso de un trabajo bien hecho. Y todo eso, en gran medida, depende de los maestros. El maestro debiera ser la joya de una sociedad.
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