En verano, vuelven los
charlatanes del crecepelo, como en las ferias de antaño.
Decir la verdad y no
mentir suele ser un verdadero galimatías que no resuelven los apoyos
lingüísticos y mediáticos de que disponen quienes nos gobiernan.
Fue Martínez Maíllo quien, preguntado sobre las declaraciones que
en calidad de testigo habría de hacer Mariano Rajoy en la Audiencia Nacional,
advirtió que era importante recalcar que “no aporta nada”. Lo dijo el 20 de
abril y volvió a repetirlo el
pasado 11 de julio. Es la muletilla bajo la que se esconden siempre que algo
se cruza en su demostrada trayectoria de tener siempre razón y ser selectos. Múltiples
ejemplos hay en la hemeroteca de ilustres parlante que están haciendo un
prácticum acelerado en competencias adecuadas para ejercer en política sin que
se note el más alto nivel de incompatibilidad entre verdad y apariencias. Como
en el Antiguo Régimen, seguimos en que a cada cual según su condición y las
condiciones “propias de su sexo”, según se decía. A la igualdad se le buscan
acomodos más que simbólicos hasta para declarar; no sea que la ciudadanía se
confunda en situaciones tan graves como las que llevan “ante
un juez” a personas que, en otra época, tenían sus propias magistraturas y
leyes.
Lo conveniente
A lo que se ve, no hemos avanzado mucho en este terreno. Como en
muchas otras ocasiones, lo conveniente se ha comido a lo auténtico. Y como casi
siempre, el conjunto de imponderables ha debido ser tal que la maraña de
considerandos ha obnubilado las exigencias de lo verdadero. En tales
circunstancias, decir la verdad y no mentir suele ser un verdadero galimatías
que no resuelven los apoyos lingüísticos y mediáticos, por más que, como quiso
dejar sentado Rajoy tras su comparecencia en la Audiencia Nacional a propósito de
la corrupción y sus gestores, incierto es que “todo
lo exagerado acaba por ser irrelevante”.
Disculparse de lo no dicho y criticar que quienes le llevaron allí como
testigo quieran verle en el Congreso en
la expectativa de que caiga en contradicción, ha sido todo uno en esta ocasión.
Más importante pareció al presidente zafarse más o menos airosamente, que hacer
que no quedaran dudas ni contradicciones en la música callada de lo dicho y lo
entrevisto.
En Galicia, de donde es originario el autor de tan sentencioso lenguaje,
cuando nació ya era admirada la ambivalente respuesta de un testigo a un
impaciente juez que le preguntaba si había visto o no cometer determinado
crimen: -“Señor juez, por un lado ya ve y, por otro, qué quiere que le diga” (Por un lado xá ve, e por outro qué quere que
lle diga). Memorable es también, por incrustada en el paisaje del Noroeste,
una madre que en los años cincuenta, cuando los médicos para la gente humilde
eran pocos y caros, trataba de que los santos y la Virgen suplieran las ansias
de curación para los suyos. Quiso llevar a su hijo a otra ermita más de la
Virgen y, para cumplir con el voto de ofrecimiento, había que madrugar para ir a pie y cumplir la
promesa. El crío, para disculparse de su pereza en levantarse, alegaba que le
había llevado hacía nada a otra ermita de una Virgen de distinta advocación y
que no entendía por qué repetir si en el Catecismo enseñaban que sólo había una
Virgen. Ella muy astutamente le respondió: Meu
fillo, haber haberá só unha, pero hai que telas contentas a todas (Hijito
mío, haber habrá solamente una, pero hay que tenerlas contentas a todas”).
Educación moral
El folklore de tales dichos y apotegmas enseña cómo se trabaja –no
sólo en Galicia- la memoria colectiva. A
la alabanza por la forma de escabullirse de compromisos con la habilidad del
lenguaje, se añadía en este caso que este crío aprendiera pronto que hay leyes
superiores a respetar repetitivas de las que imponían las carencias. En ese
refuerzo, lo relevante era el doble lenguaje que imponía la estructura
socioeconómica y no la responsabilidad del conocimiento y la verdad; cada cual
se aproximaría a algún indico del saber según las circunstancias le impusieran
y algunos nunca tendrían esa posibilidad.
Sería un error rasgarse las vestiduras con estas habilidades del
pueblo llano para sobrevivir. Imitaban o se protegían de lo que se cocinaba en
las grandes esferas sociales. Mientras los grandes filósofos y teólogos
invocaban la verdad y le dedicaban sesudos tratados, los pragmáticos en los
asuntos políticos se permitían razones de todo tipo –incluidas las religiosas-
que permitían que los personajes más encumbrados –y el propio rey- nadaran y
guardaran la ropa. Maestros hubo en el doble juego, con abundantes discípulos entrenados
en las mismas razones que siguen invocándose a diario “por razón de Estado” o
que justifican algunas de las muchas excepciones que admite la interpretación
conveniente de la ley. Puede observarse con relativa facilidad, por ejemplo,
cuando de juicios internacionales se trata -uno de los grandes caballos de
batalla del “Derecho internacional”-, cuando de indultos gubernamentales
delibera un Gobierno o cuando anda por medio una “memoria histórica” básica
para la sana convivencia. Si esos juicios atañen a países con excesivo peso
relacional con España, hacen recordar un título relevante de Joan Garcés: Soberanos e intervenidos (1ª ed. 1996), altamente recomendable todavía. Y
cuando andan por medio personas de gran relieve incursas en algún delito,
condenadas de manera más o menos adecuada en tiempo y forma, las razones del
sobreseimiento o, si se da el caso, de indulto oportuno, se sobreentienden. No
digamos que no es asunto significativo tampoco el de una memoria sin cerrar bien lo acontecido entre los años
1936 a 1977, porque nos lo
sigue recordando la propia ONU año tras año.
Para entender cómo haya sido educada nuestra sensibilidad
colectiva en este ambiguo terreno de las conveniencias, tampoco ha de olvidarse
que en los más concienzudos libros de moral justificada en últimos fines
religiosos –Maquiavelo sólo tradujo a la política moderna lo que ya se había
acostumbrado a ver-, al hablar de la mentira y la verdad, se parte del supuesto
distintivo de que no es lo mismo no decir la verdad que decir mentira. De donde
deducen, por tanto, que cabe salir del paso con la “restricción mental”
adecuada o, dicho de otro modo, valiéndose de las armas de la astucia en el
decir y no decir. Para eso están los asesores, expertos en el alambicado juego lingüistico del derecho y, a ser
posible, de la comunicación. Evidentemente, en la medida en que un partido
político se sienta hipostáticamente representante del bien de la nación –y al
ritmo que vamos, nadie cejará en desempeñar este honor-, crecerán los
aspirantes a nacionalizar el bien. Tales prácticas hacen fácil comprender
-aunque no de compartir ni justificar- a cuantos personajes, personajillos e
imitadores, que sobreviven –a veces, muy bien- con estos cuentos.
El buen charlatán
Hubo un tiempo, especialmente en los años ochenta en que era muy
frecuente en los proyectos y metodologías pedagógicas, insistir en el
desarrollo de la capacidad crítica como objetivo que debería alcanzar la
enseñanza generalizada. De entonces acá ya parece que estemos en otra galaxia y
que tal cuestión cognitiva, básica en
cualquier enseñanza que no pretenda el mero adoctrinamiento, haya caído en
desuso. A la vista del reiterado comportamiento poco ejemplar de muchos de
nuestros políticos -porque son ellos los que más educan y deseducan en lo cívicamente
relevante- esa pretensión de la racionalidad hasta vuelve a ser peligrosa
pérdida de tiempo. Asuntos tan
significativos como los que han llevado a Rajoy a testificar y hacerlo como lo
hizo hacen ver que la capacidad de los gobernantes para inducir a que las
nuevas generaciones actúen de modo más exigente es vana. Y al mismo tiempo,
tampoco el tacticismo cotidiano de dimes y diretes que se pone en circulación
desde diversos frentes, es muy estimulante. Juega con razones ajenas a las de
sus vidas.
Esa mediocridad cortoplacista y politiquera es la que sigue
poniendo trabas a una educación sensiblemente mejor para todos los ciudadanos.
No cabe entender de otro modo el propio artilugio de una Subcomisión en el
Congreso para un pacto educativo que vaya más allá de sostener lo legislado en
la LOMCE y reducir lo públicamente valioso que se hubiera logrado de tiempo
atrás. Miren, si no, cómo actúa en Madrid la
Sra. Cifuentes, seguidora de Aguirre en el afán privatizador de la
enseñanza –en perjuicio grave de los más necesitados-, mientras hace alardes de
tenaz
trabajadora sin verano que, al mismo tiempo, se salta sus propios acuerdos
con los sindicatos en cuanto a número de profesores y alumnos por aula.
En rigor, esta política en que la publicidad se come buena parte
de las preocupaciones por los problemas reales que viven los españoles en
general, es como un teatrillo en que las palabras pretenden tapar los agujeros
de las decisiones. Tan propio del verano playero, además, que, incluso cuando
hablan de lo que parece ir mejor en los grandes números económicos, se les
olvidan conscientemente las
limitaciones que tiene tanta grandilocuencia. Lo único cierto es una
divergencia total, en que los fines y las causas de lo que se dice no
concuerdan, o muy poco, con lo que se hace. Cierto es asimismo que no es fácil
ser buen político. Más sencillo es ser buen charlatán, el ineludible personaje
del crecepelo en las ferias de antaño.
Manuel Menor Currás
Madrid, 30.07.2017.
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