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sábado, 24 de julio de 2021

Bizantinismos (Manuel Menor)

Los bizantinismos, aunque sean jurídicos, no juegan al solitario

El trasfondo que encierran suele conectar con situaciones e intereses de sectores que quieren imponer su distinción.

El Tribunal Constitucional dictaminó el día 13 de julio que el Gobierno había actuado ilegalmente al imponer el estado de alarma en la primavera de 2020. Las circunstancias coyunturales en que  se emitió esta sentencia, entre las que no es menor la relación que cabe establecer con las que atraviesa el Consejo del Sistema Judicial y el Tribunal de Cuentas,  amén de deteriorar gravemente una de las instituciones principales del sistema democrático, pone en cuestión la gestión del Gobierno, como si fuera función del TC ejercer de oposición. El don de la oportunidad no parece que haya regido cuando, en plena quinta ola, se pide responsabilidad a los más jóvenes y cada Comunidad va a su aire. 

Neoplatonismo

Tratar de dirimir en una sentencia una cuestión teórica de índole jurídica es indicio que parece inapropiado para terciar en una cuestión que, a todas luces venía siendo objeto de litigio, pese a que los ahora satisfechos con esta sentencia habían facilitado la opción seguida por el Gobierno al demandar el estado de alarma  y no el estado de sitio o excepción, una figura jurídica que hubiera sido más complicado y más lento gestionar cuando tanta urgencia había y que, además, no añadiría nada a las posibilidades ejecutivas. Los estudiosos de la influencia neoplatónica en las decisiones dogmáticas que adoptó la Iglesia entre los siglos IV y VI d. C. saben bien de la importancia, nada espiritual, que tenía inclinarse por unos u otros conceptos  que en aquellos años pasaron a ser de rigurosa creencia. 

Cuando los jueces ejercen su oficio, no solo muestran la “técnica jurídica” como garantía de imparcialidad. Si fuera así, no tendríamos tantos sesgos en muchísimas sentencias en que la calidad  del abogado defensor juega un papel principal para inclinarlas de un lado o del otro; su preparación y capacidad son vitales para maniobrar con las variaciones semánticas de un término. Independientemente del coste  de un buen bufete, en el campo jurídico siempre aparece por medio un fondo de subjetividad interpretativa tras la presunta imparcialidad objetiva de la justicia existente; se puede constatar entonces su similitud con lo que suele ser frecuente en Historia, Ciencias sociales, y no digamos Periodismo, en que a la inevitable  subjetividad, se añade con más frecuencia de lo deseable una deliberada inclinación para mirar de modo nada veraz e imparcial. 

En casos como el que estos días es objeto de asombro, a la parcialidad le están sobreviniendo ya problemas inducidos, lo que añade una serie de despropósitos que incidirán directa e indirectamente en el crédito institucional y en la  disminución del valor de la democracia, cuando por su fragilidad es algo que debiéramos cuidar al máximo.  Lo primero que aparece es que, detrás de estas actitudes se traslucen muchas otras cuestiones ligadas a prevalencias o, si se quiere, diferencias y desigualdades de unos y otros ciudadanos. Es como si algunos aprovecharan su nada indiferente presencia en esa sensible carrera administrativa para imponer al resto sus particulares creencias, opiniones o maneras de mirar el mundo. Lo cual concuerda con que el acceso a las altas magistraturas y la continuidad de sagas familiares en algunos de esos puestos, con demasiada frecuencia sean percibidas sociológicamente aparejadas. No suele ser raro, por demás, que la parafernalia profesional de este colectivo sea invocada a menudo bajo el hipotético paraguas de la “vocación”, un constructo bajo el que se encubren interpretaciones gremiales de su activismo, que no se desea al alcance de los otros mortales para examen o juicio crítico.

El desacuerdo como sistema 

Tras lo acontecido en el TC, la COVID-19 ha evidenciado otras cuestiones. La principal, que, pese a la difícil coyuntura pandémica y las crisis que ha acarreado a los ciudadanos, hay personas y grupos que no aprovechan la excepcionalidad  para facilitar la vida a los demás, sino para aumentar el enfado y el desacuerdo. Pedagógicamente, es una actitud mortal para cualquier ansia de convivencia que se pueda albergar; hace peligrar los pactos principales y propicia el mal ejemplo a cuantos, en su vida cotidiana, lo tienen complicado para salir adelante. Los bizantinismos –por muy puros que puedan parecer- también siembran el odio: Steiner menciona el “odium philologicum” que algunos intelectuales despliegan contra cuantos discrepan de sus disquisiciones; los filólogos suelen ser muy escrupulosos –y de ahí el apelativo-, pero a poco que se revisen notas a pie de página de muchos libros, revistas académicas y críticas literarias, no es difícil advertir que es una actitud demasiado frecuente. 

No es exactamente una novedad de esta pandemia, pero parece estarse imponiendo en estos tiempos como fórmula de acción política y, en muchas ocasiones puede seguirse perfectamente en los medios, como si lo relevante fuese sostener en el ambiente una tensión sin la cual sus promotores no serían nadie. Administran la bronca permanente, cierta violencia ambiental y una moda más o menos retadora ante los demás; es la pugna al estilo de las películas del Oeste o de algunas en que un futuro distópico se hubiera impuesto y habría que tratar de sobrevivir a cuenta de lo que sea, como si en pleno individualismo cada cual tuviera cancha para imponer sus reglas y cambiarlas a su libre albedrío. 

Subsidiarios 

Es vergonzoso que la Covid-19 esté siendo ocasión para enfrentar  los intereses particulares de cada Comunidad o contra el Gobierno central; y es lástima que por los posibles costes políticos, estemos creando una selva inexcrutable de decisiones, como lo es que normas supuestamente pensadas para tratar de unir en igualdad a unos y otros, sean retocadas para que la desunión se fortalezca. De todo ese bagaje amarillo creciente, propicio para el desencuentro, puede servir como estrella luminosa el blindaje que la Comunidad de Madrid acaba de adoptar para preservar la supuesta “libertad de elección de centro” para dar  cancha libre a los colegios privados. ¿Es que la enseñanza y la sanidad pública han de seguir siendo subsidiarias? Resulta, sin embargo,  que no era este el sentido de una sociedad agrupada en torno a unos valores a compartir. Hete aquí, además, que el sistema educativo había nacido como derecho universal para expandir aquellos principios valiosos para todos. 

www.mundiario.com

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