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domingo, 9 de junio de 2019

¿Los acomodos parlamentarios reducirán los eufemismos? (Manuel Menor)

Manuel Menor nos envía este artículo


Con la escuela, puede suceder fácilmente, pese a que las aguas del olvido quieran inundar las rémoras carenciales de muchos españoles.

La lectura de Juan Íñigo –testigo excepcional de la escuela de los años sesenta- se entrecruza con acontecimientos significativos de la coyuntura, postelectoral y pre-legislativa. Salir de aquel pasado carencial, debiera indicar que se ha encontrado claridad para un futuro digno para todos.

Rostro sobre cartón piedra
En Rostro sobre cartón piedra (Madrid, Unomasuno, 2019), Julián Íñigo prosigue un laudable trabajo, iniciado en otros libros, de no dejar morir el duro tiempo de cambios profundos vividos en los años cincuenta y sesenta sobre todo, para no perder el sentido de los que le queden por vivir. Nacido en un pueblo de la Alcarria (Guadalajara) en 1957, fue agricultor primero y albañil muy pronto; a ratos, es memorialista vocacional de los 62 años transcurridos desde que nació, con la escuela de su pueblo como ingrediente relevante de su recuerdo. Cuando ya no espera nada extraordinario de este mundo, encuentra “sosiego” en volver a aquellos años, los que, según dice, “merece la pena vivir” o, mejor, revivir (p. 10).

El autor no es escritor profesional ni lo pretende, pero es un buen contador de historias en las que muestra la heroicidad de sus vecinos tratando de salir adelante en medio de tanta transformación como la de aquellos años. Los lugares, las personas, las toponimias, los trabajos, el hambre, las novedades, la emigración masiva –hasta que “no quedó nadie para emigrar”- y la nostalgia son su objeto de escritura. Todo rescatado del olvido y conectado, sobre todo, al lenguaje. De las palabras con que se refiere a las faenas, instrumental, observaciones y actividades de la vida cotidiana, hay unas doscientas que son pura arqueología; han perdido significado en la medida en que los cambios se fueron produciendo, y están en desuso salvo para quienes como Julián todavía guardan viva su coherencia semántica.

Leer y escribir

El autor es testigo directo de la escuela que tuvo en su infancia. A pesar de lo poco que en ella pudo recibir, escribe y tiene ganas de seguir escribiendo. Su afán por aprender, conocer y expresarse va más allá de lo que los circuitos habituales del estudio suelen dar, y demuestra que la escuela mejorará mucho si está abierta a la vida y la reflexión, condiciones indispensables para que merezca la pena su existencia.

Leer y escribir, estar alfabetizado, son constantes referencias en los recuerdos de este manchego. Quienes tienen esas carencias tienen muchos problemas organizativos y vitales. En la mili (p. 70), era una constante de muchos mozos. En el pueblo, un problema notorio que marcaba, minusvalorándolos, a quienes, por ejemplo como testigos ante un juez, tenían que firmar con una cruz que evidenciaba tales carencias (p. 88). Y para disponer de carnet de conducir –situación a que muchos emigrantes del arado tuvieron que hacer frente- fue motivo de muchos desengaños cuando la prisa de una mejora de trabajo en la ciudad les acuciaba (p. 97).

Las condiciones de la escuela de Julián fueron las de la escuela unitaria, más de 30 alumnos en un mismo espacio, con diversas edades y un solo maestro atendiendo a sus diversas capacidades (p. 65). Así era el 65% de las escuelas españolas y, cuando salió de la escuela -con la recortada y contrahecha LGE de Villar Palasí en marcha desde 1970-, todavía quedaban 18 años para que todos los chicos y chicas españolas pudieran asistir a ella hasta los 14 años.   

En esas escuelas, no era infrecuente, además –como se puede leer en muchos otros testimonios de la época-, que el maestro le “pegara a la botella” y que también pegara a los alumnos, acción  que solía verse reforzada por el ánimo que le daban algunas madres preocupadas por enderezar a sus hijos (p. 26). Por otro lado, a juicio de Julián, el maestro era poco valorado socialmente, como podía verse especialmente por lo mal pagado que estaba (p. 180) y por cómo en el pueblo quienes realmente mandaban y tenían algo que decir eran el alcalde el médico y el cura (ibidem).

Esta configuración del espacio escolar guardaba mucha relación con la resignación: el futuro que esperaba a la inmensa mayoría de aquellos críos era la tradicional labor del campo (pág, 83). Un futuro en que también era principal la docilidad a lo establecido y la tradición de los mayores, con la que parecía coordinar la metodología del palo y que resultara, por tanto, poco apetecible ir a la escuela (p. 64). Todo lo cual no fue obstáculo para que quienes a ella asistían fueran a estar sometidos a cambios vitales tremendos, con la emigración por medio y la consiguiente improvisación de hábitos y maneras para salir adelante. Esas son las peripecias del FAI y de otros colegas del pueblo -los personajes vivos de los relatos de Julián-, entre tumbos a veces, por zonas urbanas de Madrid, Guadalajara, Francia y Alemania, y de regreso ocasional al pueblo.

Estudiar
No se le escapa a Julián, sin embargo, que estudiar y educarse fueran actividades de importancia ni que fueran distintas a las que tenía encomendadas el maestro. Estudiar suponía otra cosa y otros itinerarios. Normalmente, en aquellos años, formaba parte de las estrategias de distinción; estudiar solo estaba al alcance de quienes tenían posibles. Por ello dice de los hijos de uno del pueblo que “eran todos estudiados” y no como los demás, que apenas habían ido a la escuela (p. 58). También podía suceder que, bien en estas familias o, sobre todo, en las más humildes, el estudiar viniera facilitado a quienes pasaran por los seminarios y colegios de frailes (Ibidem y p. 209), circunstancia en que solían confluir voluntades complementarias: la del cura o maestro, especialmente, señalando a los candidatos posibles, y ansiedades familiares de que los vástagos salieran de un rudo trabajo rural en que no veían futuro.

Educar o estar educado eran términos que indicaban, más bien, un trabajo de las mujeres con sus hijos e hijas para que fueran dóciles, atentos y considerados y que, más allá de los modales, fueran dignos representantes del honor de sus familias por los modos de actuar y proceder (p. 99). No obstante, cuando las circunstancias vienen mal dadas y se producen situaciones contrarias al canon del buen comportamiento, Julián hace recaer el origen del problema en el ambiente familiar, ejemplar o no para la actuación de los hijos por la atención y el cuidado que les presta igualmente el modo de proceder del padre (p. 133). En esto consistiría “sacar adelante” una familia. “intentando vivir en paz” (p. 245).

Pasa, en fin, por el recuerdo de Julián cómo -en un momento que ha debido tener lugar a finales de los setenta- los niños de su pueblo empezaron a ser trasladados en autobús al colegio graduado de otro pueblo más importante que el suyo (en Tendilla), cuando ya empezaban a escasear los niños y niñas a causa de las migraciones y las actividades económicas habían pegado un vuelco (p. 173), alcanzando incluso a la mecanización del campo. Estas escuelas eran mejores, pero no impidieron, a su vez, que acusaran problemas internos y externos. El relato de Julián es testigo incómodo del “aburrimiento” que mucho alumnado ha padecido en ese espacio y que acabó en adicción a la droga, después del abandono escolar y de experimentar con actividades próximas a la delincuencia. Sujetos perdidos en ambientes de  marginalidad laboral, donde trataron de sobrevivir familias migrantes del pueblo de Julián –como las de muchísimos otros de la Península-  forman la  escenografía a la que la escuela de las periferias urbanas no alcanzó a poner atención suficiente (pág. 110).

Pero, en todo caso, lo que pesa más en este libro singular, cuando Julián ya anda por los 62 años, es su escuela primera de los años cincuenta y sesenta, de donde sus personajes se evadían siempre que podían, para hacer novillos o para adentrarse en descubrimientos inéditos en los alrededores del pueblo. Como testigo mudo de aquel pasado –y de los albores de la España vacía actual-,  el edificio de las escuelas y de las casas del maestro y maestra sigue en pie. El Ayuntamiento lo alquila a quien puede, principalmente para bar (160).

Y LOMLOE
De cara al futuro, el proyecto de ley que prepara el PSOE si logra la investidura para gobernar, Rostro sobre cartón piedra puede ayudar a reflexionar sobre las lacras que pesan todavía sobre el sistema educativo español y tratar de superarlas. En el aire está retirar de en medio la LOMCE y volver a la LOE de 2006, con las modificaciones necesarias, un proyecto que puede acabar siendo un apaño más o indicar voluntad decidida de que la escuela equitativa para todo el alumnado sea más que un eufemismo. Compaginar en serio equidad y calidad para todos y todas no será fácil y, en lo ya conocido, quedan agujeros sensibles aunque la redacción parezca impecable. Las circunstancias de la Legislatura no van a ser favorables, pero tendrá más mérito. Ni la fragmentación parlamentaria, ni la situación internacional son propicias. Con la Comisión Europea denunciando a un tiempo la deuda que España tiene que pagar -15 000 millones en dos años, según Bruselas- , y mentando el “excesivamente alto” abandono escolar o la “muy alta” pobreza infantil existentes, las sombras de que Julián Íñigo Martínez es magnífico testigo no han desaparecido del horizonte, aunque pudiera parecer más moderno no tenerlo en cuenta. ¡Que haya suerte!    
           
Manuel Menor Currás
Madrid, 06.05.2019 





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