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sábado, 19 de diciembre de 2020

Una historia de colonialismo cerebral (Diego Delgado para CTXT.ES)

 Reproducimos este artículo de CTXT.ES

Resulta devastador comprobar cómo el éxito rotundo de la estrategia neoliberal ha alejado el debate de las estructuras que apuntalan la invasión del interés económico en las aulas

La educación se ha convertido en un producto de consumo más, abandonando su lugar histórico dentro de un grupo de derechos fundamentales cada vez más hueco. Si bien parece que este cambio responde a las lógicas naturales de la sociedad humana occidental, la realidad es otra: tanto esa apariencia de inevitabilidad como los procesos que han impulsado el traspaso de la educación a manos privadas tienen su origen en los baluartes del capitalismo, cuyos intereses son también los más beneficiados por dicha transformación estructural.

Aclarar esto supone, por un lado, exponer los pasos que se han ido recorriendo en pos de la mercantilización de la esfera educativa, y, por el otro, evidenciar que otro sistema es posible, uno que arranque las aulas y el conocimiento de las garras del capital.

La ola neoliberal azota Occidente

Si el neoliberalismo ha logrado invadir hasta el último rincón de nuestras vidas ha sido, en gran parte, por su capacidad para autojustificar tanto su existencia como su expansión obsesiva. Gracias a esta trampa, es tremendamente complejo para cualquier individuo ser capaz de percibir los cambios que sus élites van impulsando en su incansable tarea de colonización a todos los niveles. Así, problemas gravísimos como la eliminación del derecho a la vivienda, la instalación de una precariedad laboral rayana en el esclavismo o, en este caso, la venta de la educación de las nuevas generaciones al mejor postor, pasan de crimen escandaloso contra la democracia a consecuencia ineludible –y, en muchos casos, deseable– derivada de una libertad de mercado a la que le han borrado el apellido. Como resultado, el 99% que sufre por no poder pagarse un techo, por la explotación en su empleo o por la frustración de no ser capaz de formarse como le gustaría, aplaude con fervor a ese 1% que ostenta las riendas del mercado; ese 1% que sí aprovecha una libertad que se parece demasiado a la tiranía.

Con la perspectiva que ofrece el paso del tiempo se hace mucho más sencillo observar cómo las altas esferas del poder económico han ido colando sus artimañas, primero en el discurso hegemónico y, después, en forma de leyes que (des)regulan el ámbito educativo en España.

Ya en los años 90 se empezaron a construir las teorías que servirían como armazón ideológico para la transformación estructural que iba a convertir la educación en un bien de consumo en manos del capital privado. Como bien explica Daniel Sánchez Caballero en su reportaje en dos partes, ‘El negocio de la educación’, un potente lobby empresarial europeo redactó en 1989 un informe en el que apuntaba a la educación como una “inversión estratégica vital para el éxito futuro empresarial”.

Nueve años después, el entonces presidente de Coca-Cola, Glenn R. Jones, consolidó ese discurso con una afirmación tan categórica como terrorífica: “Los empresarios consideran que la enseñanza es un extenso mercado por conquistar”.


Relacionar directamente meras opiniones del mundo empresarial con una transformación tangible del ámbito educativo podría sonar a conspiranoia barata, por lo que se debe ir más allá en la exposición de pruebas argumentales. Quizá la más concluyente tiene que ver con la OCDE, organismo que actualmente cuenta con un peso enorme en la enseñanza a nivel europeo. En su ‘Cuaderno de política económica nº13’, fechado en 1996, Christian Morrison se atrevía a proponer, sin ambages, una estrategia para que los gobiernos estatales pudiesen reducir la calidad educativa con la sutileza necesaria para evitar revueltas ciudadanas: “Se pueden reducir los créditos para el funcionamiento de escuelas y universidades, pero sería peligroso restringir el número de alumnos matriculados. Las familias reaccionarán violentamente si no se matricula a sus hijos, pero no lo harán frente a una bajada gradual de la calidad de la enseñanza, y la escuela puede, progresiva y puntualmente, obtener una contribución económica de las familias o suprimir alguna actividad”.

El broche de oro a toda esta demencia lo coloca, en 2001, la Dirección General para la Educación de la Comisión Europea. En uno de sus documentos establece como objetivo principal “convertirse en la economía del conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de un crecimiento económico duradero”. Las implicaciones de esta frase son un absoluto descaro, pues establecen una combinación férrea entre los dogmas neoliberales –economía por encima de todo, competitividad y obsesión por el crecimiento– y la educación, poniendo esta a los pies de los caballos del mercado.

FAES: libertad de mercado y desigualdad

Con una línea de acción tan clara, los Estados solo tenían que elegir una estrategia discursiva con la que inocular el virus de la privatización en un ámbito tan vital como la educación. Sin este paso previo sería imposible llevar a cabo los movimientos legislativos necesarios para poner en marcha la maquinaria; o, al menos, lograrlo sin recibir a cambio una contestación social difícil de prever.

Son diversos los métodos escogidos por las administraciones centrales de cada país, y existen estudios dedicados a desgranarlos con profundidad, pero el propósito de estas líneas no es ese. En el Estado español, un organismo brilló con luz propia durante esos últimos años del siglo XX y primeros del XXI en la creación de una predisposición en el sentir popular hacia la flexibilización de la educación: FAES.

Entre todas las cosas que podrían decirse sobre la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, hay una que evidencia por encima del resto la naturaleza reaccionaria de este think tank: su presidente es José María Aznar. De la mano de uno de los políticos más nefastos en la historia de nuestro país, con tendencias claramente ultraderechistas, dicho sea de paso, esta organización “que trabaja en el ámbito de las ideas” se dedicó en cuerpo y alma a torpedear el carácter público y universal de la educación en España.

Aprovechando el impulso privatizador que llegaba desde Europa, acrecentado exponencialmente por las políticas austericidas tras la crisis de 2007, FAES alcanzó un éxito rotundo con la presentación, en 2013, de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE). Decir que las ideas de la fundación de Aznar influyeron en dicha reforma es quedarse muy, pero que muy corto, puesto que esta es prácticamente una copia idéntica de los preceptos neoliberales que defendían con fervor los acólitos del expresidente. Si en 2010 FAES hablaba de la necesidad de “reforzar la autonomía en la gestión y la competencia entre centros educativos, de forma que puedan ofrecer currículos y proyectos educativos diversos”, el preámbulo de la LOMCE reza: “Los principios sobre los que pivota la reforma son, fundamentalmente, el aumento de la autonomía de los centros, el refuerzo de la capacidad de gestión de la dirección de los centros, las evaluaciones externas de fin de etapa, la racionalización de la oferta educativa y la flexibilización de las trayectorias”.

Autonomía en la gestión, competencia entre centros y flexibilización de los proyectos educativos son las tres peticiones que hacía FAES, todas ellas reflejadas con una exactitud impoluta entre los principios fundamentales de la LOMCE. Se trata de estrategias denominadas como endoprivatización, concepto que remite a un carácter privatizador no explícito, pero igual de efectivo. Quizá más.

Las ventajas de estos factores endógenos frente a otros mucho más evidentes, como podría ser la venta de una red de colegios a una empresa privada, tienen que ver con aquella advertencia lanzada desde la OCDE acerca del peligro de revueltas sociales por la corrupción de la calidad educativa. De esta forma, el veneno se coloca con sigilo dentro del sistema de enseñanza pública para que su letal expansión parezca algo independiente, una enfermedad desarrollada sin un origen claro.

La perversión del concepto de libertad opera como una de las principales herramientas a la hora de justificar toda esa serie de modificaciones del panorama educativo que van acercándolo hacia el precipicio

Como ya se ha mencionado, la perversión del concepto de libertad opera como una de las principales herramientas a la hora de justificar toda esa serie de modificaciones del panorama educativo que van acercándolo hacia el precipicio. Este no es un comportamiento específico, sino que se da en cualquier ámbito como síntoma inequívoco de estar cayendo en las garras del neoliberalismo más crudo. En España, Francisco López Rúperez es el máximo exponente de dicha estrategia dentro del sector de la educación. Presidente del Consejo Escolar del Estado entre 2012 y 2016, desarrolló durante las dos décadas previas a la LOMCE una tesis, adoptada con fervor por FAES, de la que habla Geo Saura en Think tanks y educación. Neoliberalismo de FAES en la LOMCE. El catedrático –que también pasó por la OCDE– establece una dicotomía excluyente entre libertad e igualdad, y asegura que las políticas que buscan la igualdad terminan sacrificando la libertad.

No hay que contar con nociones avanzadas en filosofía para ser consciente de que, al menos en el terreno de la enseñanza, sin igualdad de oportunidades no puede haber libertad. Sin embargo, la libertad que instrumentaliza y con la que se llena la boca el neoliberalismo es, en realidad, libertad de mercado. Libertad para que, quien puede permitírselo, sea capaz de comprar todo lo que quiera, sin límites: libremente. En este caso, el objetivo es que los hijos e hijas de familias privilegiadas tengan acceso a una educación restringida exclusivamente para quien ostente el poder adquisitivo suficiente. Una libertad que sí choca de forma frontal contra la igualdad como garante de la universalidad en la educación.

La combinación entre “reforzar la autonomía en la gestión y la competencia entre centros educativos” –es decir, desregular y someter la enseñanza a oferta y demanda pura– y “ofrecer proyectos diversos que se adapten a las demandas de los padres” deriva, irremediablemente, en que la calidad educativa se termina pagando. Como explica J. Torres en Educación en tiempos de neoliberalismo, “si los colegios se ven obligados a competir (…), entra dentro de esa lógica el tratar de eliminar de su comunidad educativa a aquellas personas que pueden rebajar los resultados en las pruebas de evaluación externa”. Pruebas que recomienda y realiza, en el caso del famoso Informe PISA, la OCDE. Se va cerrando el círculo.

Desnutrir el intelecto para mantener el orden

Una mayoría apabullante de las élites económico-políticas del Estado español han alcanzado un lugar tan privilegiado gracias a un sistema de organización social en el que factores aleatorios como el género o el apellido tienen un peso mucho mayor que los esfuerzos o las aptitudes. De esta forma, se lo deben todo a este régimen en el que la diferencia entre clases es casi feudal, con unos estamentos sólidamente marcados y difíciles de atravesar. Cuando alguien asegura que la escuela concertada o privada es sinónimo de calidad, está reproduciendo un discurso en el que la enseñanza de las clases altas se pone por encima de la educación de la gran mayoría. Y así lo demuestran los datos.

El propio Informe PISA dedicado al año 2018 es uno de los mejores ejemplos. Gracias al ISEC (Índice Social, Económico y Cultural), un factor corrector que tiene en cuenta la situación familiar de cada alumno o alumna, quedó patente que en España existe una segregación de clase que afecta directamente a la educación de las nuevas generaciones. Si bien los centros privados obtuvieron una ventaja de 27,62 puntos en las pruebas de matemáticas, esa diferencia torna en 2,5 puntos de desventaja en favor de los centros públicos cuando se aplica el ISEC. Es decir: la supuesta calidad de la enseñanza privada es, en realidad, fruto de la discriminación que deja fuera de estos centros al alumnado procedente de familias trabajadoras. Teniendo en cuenta que 40 puntos equivalen a un curso escolar completo, estamos hablando de un retraso de más de dos trimestres. En cifras concretas, esta situación se traduce en una proporción de alumnos y alumnas repetidores en la enseñanza pública que supera, por más del doble, a la de la privada: 37,7% frente a 17,1%, según un informe de la Fundación BBVA.

La supuesta calidad de la enseñanza privada es, en realidad, fruto de la discriminación que deja fuera de estos centros al alumnado procedente de familias trabajadoras

Con el paso del tiempo, la segregación escolar se traduce en que solo un 10,6% del alumnado universitario tiene un origen de clase baja, frente al escandaloso 54,7% que procede de familias acomodadas de clase alta, según un estudio de la Xarxa Vives d’Universitats.

Una vez se ha demostrado que de ninguna manera existe una diferencia en términos de calidad intelectual entre la escuela pública y la privada –una barbaridad digna de los períodos más oscuros de la historia de la humanidad–, merece la pena detenerse para entender qué ocurre entonces en las escuelas que ofrece el Estado de forma gratuita.

El informe Desigualdad 1-0 Igualdad de oportunidadesde Oxfam Intermón, habla de las diferentes “mochilas” con las que carga cada alumno o alumna a la hora de empezar su periplo educativo: “Algunas están llenas de piedras, inútiles para el logro educativo y muy pesadas, mientras que otras están repletas de recursos con los que labrarse un futuro prometedor”. En este último grupo se engloban factores como la educación de los progenitores, la capacidad de invertir recursos en clases particulares o sus expectativas educativas, entre otras cosas; mientras que las “piedras” aluden a la ausencia de padres y madres en casa por largos turnos de trabajo, la necesidad de cuidar a otros miembros de la familia, la falta de un lugar en el que estudiar cómodamente y un larguísimo –demasiado– etcétera. De esta forma, el informe concluye que, en España, “uno de cada dos hijos e hijas de padres y madres sin educación secundaria postobligatoria repetirán el nivel educativo de sus progenitores. Es una transmisión intergeneracional 10 puntos superior a la de Alemania y 23 puntos superior a la de Francia. En el otro extremo, 7 de cada 10 padres y madres universitarios tendrán hijos e hijas universitarios”. No hay lugar a dudas ni interpretaciones: el denominado ascensor social ha estallado en mil pedazos.

La lectura económica de este fenómeno es lo primero que viene a la cabeza, dada la claridad con la que se atisban las consecuencias materiales de ella. Además, vivimos una época de enorme sobrecualificación en la que, instigado por las reformas neoliberales de Wert, la titulación universitaria ha perdido toda su función en términos de validación intelectual y conversión de la misma en una recompensa salarial. Ya no solo se purga al alumnado pobre durante toda la educación obligatoria, sino que ahora también se invalida a quienes han logrado escalar hasta un grado universitario, pues lo realmente importante es tener un máster. Y cuanto más caro, mejor.

No obstante, existe otro enfoque, otra implicación ineludible cuyas consecuencias dan incluso más miedo que el hecho de estar condenado al nivel material de vida de la familia en la que se nace. Se trata de la desnutrición intelectual. Si el único escenario beneficioso para el sistema capitalista, una vez se ha destapado su naturaleza sanguinaria, es uno en el que no existe ninguna otra opción imaginable ni deseable de organización de la vida, la neutralización del pensamiento crítico torna en condición sine qua non para su éxito. Así lo sentía Milton Friedman, mítico paladín del neoliberalismo, cuando tildó de “oportunidad para emprender una reforma radical del sistema educativo” el desastre del Katrina. Una reforma que, según cuenta Naomi Klein en La doctrina del shock, debía ser “permanente”.

La primacía de los resultados cuantitativos y la omnipresencia de la competitividad que FAES repitió como un mantra, hasta que se convirtieron en ley, no afectan solo a la gestión de los centros, sino que han permeado hasta lo más profundo de las aulas. Allí, se han unido a otros preceptos, como la sustitución del raciocinio por la memoria o el no cuestionamiento de la versión oficial, dando lugar a un ambiente en el que niños y niñas reciben una información que, sin procesar, alojan en un lugar no muy profundo, bien accesible para poder ser expulsada en el momento del examen sin que deje apenas mácula en su intelecto. El objetivo será, siempre, buscar la nota más alta; así que quien la obtenga con mayor asiduidad tendrá muchas papeletas de convertirse en el objetivo de la frustración del resto. El cerebrito, la friki.

Al final, la estampa llama la atención por el alto componente de individualismo que rebosa, opuesto a la naturaleza comunitaria del alumnado en cuanto que seres humanos. He aquí uno de los orígenes de la atomización, tan repetida como uno de los principales problemas de la sociedad actual desde campos como la sociología o la antropología. De pronto, el enemigo son los compañeros de clase de tu hijo, demasiado rebeldes como para atender correctamente en clase, o la niña que se sienta en la misma mesa que tu pequeña y nunca lleva las tareas hechas. Poco importa que uno de esos chavales viva con seis personas más en un piso de 50 metros cuadrados, o que esa niña tenga que cuidar de su hermana pequeña durante todo el día porque sus padres tienen turnos de 14 horas. Poco importa que, en realidad, compartas luchas, trabas y batallas cotidianas con esas familias a las que ahora culpas por lo que la precariedad ha hecho de ellas; por lo que la precariedad ha hecho de ti.

Si a todo ello se le suma el chaparrón de estímulos que dirigen toda la atención de los más jóvenes hacia la consecución de hitos materiales –principalmente monetarios–, y la personalización de la responsabilidad a la hora de lograr dichos éxitos, puesto que “si te esfuerzas, alcanzarás todos tus sueños”, el resultado es un cóctel de competición insana y sensación de fracaso continua que explica la epidemia de ansiedad y depresión que asola el Estado español. Una epidemia para la que no hay carrera por encontrar la cura.

Dicen “no te has esforzado suficiente” porque decir “el puesto que ansías lo está ocupando el hijo del dueño, que conoce al resto de homólogos porque son hijos de otros dueños y compartieron clase en la privada” supondría visibilizar las costuras de un sistema podrido.

Además, es necesario hacer mención al sesgo de género existente en el ámbito educativo en España. Por una parte, que todo el peso de las tareas reproductivas y de cuidados recaiga sobre la mitad femenina de la población hace que algunas jóvenes tengan que dejar sus estudios para encargarse de las labores del hogar, algo que afecta con preeminencia a aquellas que proceden de familias humildes. Por otro lado, y según expresa el informe de Oxfam Intermón, “son las mujeres las que más ascendieron socialmente gracias a la universidad, las que más títulos universitarios tienen y las que, dadas las desigualdades de género en el mercado laboral, sufren más la sobrecualificación” sobre la que se ha hablado previamente.

La historia sigue, y seguirá

Una vez han quedado expuestas las decisiones que nos han traído hasta el lugar en el que estamos, es momento de demostrar que el proceso aún no ha llegado a su cénit. Y es que esta historia de colonialismo cerebral tiene sus reflejos en la actualidad, máxime con el ascenso del neofascismo y la radicalización ultra de la derecha española.

Tras este repaso a las últimas décadas de privatización se entiende mejor qué pretende Isabel Díaz Ayuso cuando nombra director general de Educación Infantil y Primaria de la Comunidad de Madrid a José Ignacio Martín Blasco, un hombre cuya trayectoria laboral se ha desarrollado única y exclusivamente en centros privados y concertados, manteniendo siempre un vínculo estrecho con el Opus Dei.

También se puede hacer una relación mental sencilla entre la propuesta del veto parental de Vox y la obsesión de FAES, heredada del friedmanismo más fundamentalista, con que las familias cuenten con una libertad total a la hora de elegir la educación de sus hijos e hijas. De hecho, se trata de un intento más que evidente de profundizar en esa desnutrición intelectual de la que se habló unas líneas más arriba, con el agravante ideológico que entraña el enfoque desde el que la extrema derecha presentó su propuesta. Si la introducción de mecanismos puramente empresariales en las escuelas ha generado un problema de atomización social, secuestrar ciertos sectores del aprendizaje con criterios ideológicos derivaría en un incremento de la intolerancia y el odio a la diferencia. De hecho, en julio de 2019, elDiario publicó un reportaje en el que el periodista David Noriega recogía las experiencias de alumnos y alumnas de entre 16 y 20 años que habían asistido a uno de los talleres LGTBI que el partido ultra pretendía censurar. El adjetivo “necesario” fue el más repetido en dicho encuentro, referido de forma bidireccional a víctimas y verdugos de la intolerancia. Necesario para animar a los primeros a dar el paso, a dejar de esconderse, y necesario para abrir los ojos del segundo grupo, cambiando el odio y el miedo por comprensión.

Pero lo más desesperanzador es la actitud de la bancada supuestamente progresista. Su llegada al gobierno, con una coalición que se ha denominado de forma machacona como la más escorada a la izquierda de los últimos 80 años, colocó en el horizonte la promesa de derribar los colosales muros con los que el capitalismo ha ido aislando la educación en pos de su adoctrinamiento consumista, del “muera la inteligencia”. Tras el forzoso paréntesis abierto por la pandemia de coronavirus, la presentación de la Ley Celaá ha provocado la indignación de las trincheras diestras, que ya han perdido el poco pudor que les quedaba y se atreven, incluso, a acusar al Ejecutivo de intentar poner en marcha medidas que no solo tienen poco que ver con la reforma propuesta, sino que forman parte de su propio programa electoral. Tamaña exhibición de la miseria humana y política más ridícula podría parecer una respuesta desesperada ante lo que los sectores más conservadores sienten como un ataque a la línea de flotación de su proyecto antieducativo; es decir, el cumplimiento del programa electoral que llevó a PSOE y Unidas Podemos a la victoria en las urnas. Nada más lejos de la realidad: desde la concepción inicial de la ley, se forjó en su esencia el vasallaje a los criterios de la OCDE, organismo al que se alude explícitamente en más de una ocasión. “La escuela puede, progresiva y puntualmente, obtener una contribución económica de las familias o suprimir alguna actividad”, ¿recordáis?

Resulta devastador comprobar cómo el éxito rotundo de la estrategia neoliberal ha alejado el debate de las estructuras que apuntalan la invasión del interés económico en las aulas. Quizá los encargados y las encargadas de ejercer el poder legislativo son víctimas del secuestro del razonamiento crítico. Quizá solo están cumpliendo, dóciles, su papel como secuaces de la tiranía que aparentan querer derrocar.

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