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domingo, 18 de octubre de 2020

No es lo mismo ser listo que sabio (Manuel Menor)

Publicamos este nuevo artículo de Manuel Menor 


En la ruidosa parafernalia que rodea a la Covid-19, abunda más lo primero que lo segundo: mal ambiente para lo que se avecina

 

No es lo mismo ser listos que sabios, y en este momento, sobran los candidatos a listos. Después de 10.000 años de sedentarismo en la Tierra, depredándola hasta la extenuación, si queremos salvarnos a nosotros mismos, el problema no es salvar la Tierra, si no trabajar con ella, haciendo que sea sostenible nuestra presencia supuestamente inteligente. Crecimos en listeza para tener los medios de explotarla, pero como no tengamos sabiduría suficiente para cuidarla, haremos invivible definitivamente el planeta.

 

Los listos de la Covid-19

A pequeña escala, y al ritmo de lo que ha pasado desde el mes de marzo, hemos sido testigos de la diferencia entre ser listos y ser inteligentes, verdaderamente sabios para controlar -o aminorar al menos- una pandemia que se nos escapa de las manos; a mayor abundancia de listos, más riesgo tenemos de que no haya manera de pararla y de que nos acabe arrollando a todos.

Es propio de los listos y espabilados aprovechar el máximo de oportunidades respecto a los demás convivientes en el mismo área y acaparar los recursos en beneficio propio. No les importan las consecuencias sobre el ecosistema ni sobre las criaturas que en él puedan vivir; si desaparecen algunas, las más débiles sobre todo, les queda más espacio para su propio exhibicionismo; los listos claman por la supervivencia de los más fuertes: llevan la superioridad en su intelecto y no descansan hasta imponerla con fuerza.

Es propio de los más listos aprovechar todo tiempo y lugar para mostrar  su criterio, tan elevado siempre que todos los demás son catetos a su lado, despreciables por distintos, y odiosos por llevarles la contraria. Lo tremendo es que se han apropiado, o eso pretenden, de las palabras más bellas de la humanidad: “libertad” les encanta y la usan siempre a destiempo, como si con su regodeo al pronunciarla los demás congéneres se tuvieran que rendir a sus encantos. No se acuerdan de que más de la mitad de los nacidos antes que ellos tuvieron muchos problemas por invocarla, se la quieren apropiar y, a quien ose recriminar que su uso indebido es matar lo que tiene de más atractivo, enseguida lo consideran liberticida.

Los listos siempre están inventando el mundo, son adanistas; pero estropean la ortografía, la aritmética les importa un pito y, al final, acaban  alterando la semántica; como si los demás no se enteraran de que donde decían digo dicen Diego y al revés, les da igual con tal de que lo que dicen parezca que es lo único que cabe decir. No les importa que les pillen en hipocresía: es muy propio de su constitución solaparse detrás de gestos de apariencia y palabras que solo les importan como  trampolín para lo que nunca dicen. Términos que tuvieron cierta importancia, como “patria” por ejemplo, los degradan con su exclusiva interpretación pro domo sua. Moral y “moralidad” son tan aleatorias en sus manos como efímero un caramelo a la puerta de un colegio; asuntos de comportamiento que exigen coherencia y aceptación de reglas básicas de qué sea la bondad o la maldad con los otros, los usan a su antojo; aunque la Justicia les haya pillado en renuncios flagrantes, que hayan ido a la cárcel y sigan pendientes de causas ilícitas por fulleros manifiestos, se sienten más honrados que nadie porque creen ser unos sacrificados ejemplos normativos del bien.

 

La sabiduría como refugio

Al ritmo que va la perversión del lenguaje y las maneras que nos enseñan algunos de estos individuos, no querrán que tengamos la sabiduría de poder distinguir qué merezca la pena que distingan  nuestras pobres mentes, o qué deban decir nuestras limitadas y poco educadas palabras. Para algo nos dejaron en otra categoría desde que nacimos y en escuelas que ni tiza tenían cuando las había, mientras sus papás les llevaban a bonitos colegios de pago.

 El problema es que, en este momento incierto, lo único que hace viable este planeta -y este corralito peninsular- es bastante menos listeza destructiva, menos ignorancia y un poco más de sabiduría. Con tan selectiva superioridad, y sin nadie que los frene cuando vociferan cambiando el significado de las palabras, no vamos a ninguna parte. La humilde sabiduría sabe que lo único que nos salvará a todos es una sostenibilidad  inteligente y que estemos acordes en que hay que poner límites a la libertad omnipotente, a las patrias exclusivas y a otros dogmas que barajan con tanta soltura como irresponsabilidad. La sabiduría sabe que las parlanchinas aves son las que menos saben de ornitología y que tampoco hace falta una nueva Real Academia de la Lengua que ponga orden en tanta palabrería onanista, sino que se necesita una realísima práctica de la convivencia democrática, donde quienes hablen sepan decir algo coherente y hagan de la palabra un valioso instrumento de comunicación, no un vocerío indecente.

Esto decía Aristóteles, que bastante había peleado con sofistas creídos, de los que pensaban que nadie era capaz de entender los caminos de su interesado lenguaje mendaz: a diferencia de los animales, “solo el hombre tiene la palabra…para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto…, el sentido de lo bueno y de lo malo (La Política, I, 2). Los 15.166  contagiados por el Coronavirus y los 222 muertos este viernes pasado en España hablan de incompetencia de muchos representantes en la sede del Legislativo; les sobra a estos desenvoltura fantasmagórica y  denotan falta de lealtad democrática en lo que dicen.

 

Manuel Menor Currás



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