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lunes, 29 de octubre de 2018

Itinerarios borrosos (Manuel Menor)


 ¿Crecen las Incertidumbres para vidas aburguesadas?

Arrecia el adoctrinamiento para el conformismo. Nos colonizan –y educan- en modelos de pulcritud vital, como si hubiese un único modo natural de ser.

Hay momentos borrosos en la historia de la Humanidad y en la de las personas que la conforman. Lo que hayan vivido o vivan los pobladores de la península ibérica o, más específicamente, los que pueblan España no es diferente: lo borroso, lo gris e, incluso lo negro, pueden predominar sobre otras gamas lumínicas en cualquier momento, incluido el presente.

Pugnan, en tales situaciones, arúspices diversos por dar seguridad. Buena parte del éxito de sucesivas utopías ha venido de la búsqueda de sentido que pudieran ofrecer. Vale lo mismo el que han tenido en determinados momentos las perspectivas apocalípticas, especialmente exitosas en situaciones de perplejidad extrema. Del mismo cariz son, igualmente, los éxitos de las religiones omnicomprensivas de la vida humana, sin que se corten en variarse a sí mismas en sus relatos salvíficos acerca del pasado, presente y futuro de casi todo.  Y los logros del consumismo, celestina omnipresente de publicitada felicidad a medida.

Sibilas modernas
Andan por las librerías en este momento libros que, como la sibila de Delfos, tratan de escudriñar el futuro. Algunos, de gran éxito, como  las dos entregas de Yuval Noah Harari, por su habilidad para concentrar en poco espacio los aciertos y desmanes de la especie humana en su paso de la sapiencia a una supuesta divinidad.  Se trata de un género en alza, que trabaja con un revisionismo optimista para una historia más inventada que real por lo inconcreto -aunque los hitos de referencia no suelan ser falsos-, y con una prospectiva en que a las tecnologías se las proyecta como centro de un proyecto de gran brillo redentor. Seleccionando los datos que encajen en una hipótesis prefijada, lo de menos es su validación veraz: no importa el conocimiento sino, como mucho, el arte de engatusar. Estas perspectivas acríticas y complacientes suelen olvidar el otro lado oscuro, amargo y terrible, que los especímenes del género humano exhiben a menudo, con gran capacidad de invención.

Este género, más literario que histórico, ya tiene aquí imitadores en un estilo muy propio de quien comercia con la sugestión de que quienes traten de huir de la incertidumbre se autoayuden y propaguen la buena nueva. Es una narrativa de equipo que, como la de la novela histórica –que en su inmensa mayoría ni es historia ni le hace falta-, para tener éxito cumple, ante todo, una función terapéutica. Muy pedagógicamente inclinada a la sumisión, en su epistemología es fundamental una especie de conjunción de los astros –o de “genética cultural”- en que el ser humano como tal poco o nada puede hacer dentro de un plan prefijado, salvo ser obediente. Tratan de homologar a los sujetos en la asimilación de que solo lo correcto e impoluto tiene futuro como parte del colonialismo que ha sabido ejercer el poder desde siempre, controlando el imaginario de los colonizados, reprimiendo sus modos de conocer, producir conocimiento y perspectivas, imágenes, símbolos y modos de significación.

Colonialismo cultural
A este género literario le viene bien la “actualidad” como revulsivo. La que nos sirve de un tiempo acá la prensa plantea dificultades para ver que no haya  sido  planificada, decidida o tolerada hace mucho tiempo, incluso siglos. Cuando todo va a un ritmo crecientemente acelerado, noticias de ahora mismo dejan cortas las eras geológicas. La historia de los misiles inteligentes españoles –programada por Morenés hace años- tiene efectos inconclusos en la producción industrial, en las relaciones con la Arabia post-Kassoghi y en la coherencia moral. Lo de Franco y la Almudena tiene visos de convertirse en una serie en que Osoro, el Gobierno y los Acuerdos del 79 nos retrotraen a los tiempos de las Cruzadas y anteriores. Por no contar la novedad que parecen haber cobrado las informaciones sobre abusos de pederastia y similares, a cargo de personas supuestamente consagradas a Dios, una pelea en que la hipocresía ha predominado, indiferente a la piedra que debieran ponerse al cuello estos malcriados (según dicen Mc. 9,42 y Lc. 17,2). Y los amores o desplantes entre de Aznar/Casado/Sánchez, si se lee esta nómina en sentido correcto, es decir, como si estuviera en hebreo, es tan reaccionario para quienes han vivido la secuencia completa que es difícil no sentirse engañado por el evolucionismo. Qué decir del atentado último en Cincinnati contra los reunidos en una sinagoga judía, como si Tito –el del arco triunfal romano, en el año 70 d.C- o los diseñadores de Mauthausen en 1939 tuvieran el poder de reencarnarse de continuo.   

Y des-encanto
Sin embargo, el borroso circuito que generan informaciones como estas, propicia  hipótesis menos optimistas que las de los imitadores de Harari. Les cuadraría bien, desde luego, formularlas como preguntas más que como escolásticas tesis cerradas: ¿La evolución de la especie –la cotidiana con que nos codeamos, no la de la categoría universal “hombre”-, no se habrá detenido? ¿Estará en regresión? ¿En qué nos han educado y nos educan; en qué educamos hoy a nuestros vástagos?

Para una visión luminosa de la libertad de vivir, mejor la poesía, ese fulgor de algunos modos de decir que, según Baudelaire, sería “el esplendor de la utopía en la carne del lenguaje”, porque arranca algo de luz donde reina la oscuridad o, como decía Francis Bacon, “da a la humanidad lo que la historia le niega”. Es, a todas luces, la manera más corta de mostrar la verdad y de enseñarla, capaz de encantar desencantando y desintoxicándonos.

Manuel Menor Currás
Madrid, 28.10.2018

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