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El 30 de junio corría en los grupos de WhatsApp de docentes una presentación en la que la Consejería de Educación de Madrid establecía las instrucciones para el comienzo del curso 2020-21. A menos de 15 días para el inicio de las clases, esas imágenes y un tweet de Isabel Díaz Ayuso pidiendo responsabilidad es lo único que tenemos para volver en septiembre.
Cuando en marzo la pandemia nos estalló en la cara, improvisamos, como todos. Aprendimos a usar plataformas, compartimos recursos, contestamos correos a deshoras y tratamos de calmarnos y de calmar a nuestros estudiantes para intentar salir del paso. Asumimos que la situación era nueva, incierta. Adaptamos el trabajo y los horarios. Inventamos mil y una manera de conciliar en nuestras casas y en las de nuestro alumnado.
De marzo a junio educamos sin aulas. Recibimos instrucciones contradictorias. Algunos días había que seguir como si nada, avanzando contenidos cuando sabíamos de alumnas que no tenían conexión a internet, de alumnos que compartían casa con otras dos familias y se las apañaban como podían utilizando el móvil del hermano mayor. Otros se nos pedía calificar sin tener en cuenta el trabajo de los últimos meses, de modo que en muchos casos el “aprobado general” que nunca se puso por escrito terminó por ser real.
Mientras tanto, solo ruido. El consejero de Educación hablaba del esfuerzo del alumnado sin que la Administración garantizara el acceso a la tecnología de toda la comunidad educativa. Sin que se atendiera a quienes tienen necesidades especiales de aprendizaje de forma adecuada. Se llevaban las manos a la cabeza ante la posibilidad de pasar de curso con materias suspensas, olvidando que en Madrid se puede promocionar hasta con cinco asignaturas pendientes haya o no pandemia. Y en eso, que no era lo urgente, y en anunciar medidas que ya estaban tomadas hace años y no eran ni siquiera importantes, como la prohibición del uso del móvil en clase, nos han mantenido entretenidas este tiempo.
Entretenidas y preocupadas. Inquietas porque a medida que pasaban las vacaciones y veíamos las cifras del rebrote y los cierres de centros escolares en otros países donde ya habían vuelto, seguíamos sin información sobre cómo afrontar el curso a partir de septiembre. Porque escuchamos que desde la administración se delegan responsabilidades hasta el punto de que sean los equipos directivos de cada centro los encargados de velar por la seguridad y el cumplimiento de las medidas de prevención.
Crece la incertidumbre y crece también la rabia cuando comprobamos que, pese a ser una competencia transferida, el Ministerio de Educación no ha planteado siquiera la reducción del currículum, que es una demanda repetida curso tras curso por el profesorado. Aumenta la tensión cuando se habla de “burbujas” y no se baja la ratio, otra exigencia planteada cada año. Se dispara cuando comprobamos que en Madrid el 25% de los centros públicos sufren recortes de aulas.
No hay flechas en el suelo de los pasillos que soporten la carencia de espacios ni ordenen el trasiego de estudiantes dentro de institutos masificados, con falta de auxiliares de control que ayuden en los cambios de clase. No existe la atención a la diversidad cuando se suprimen las plazas de los profesores terapéuticos, que se ven obligados a compartir centro a diario en un curso como el que nos espera ni sabemos aún cómo se atenderá a los alumnos de riesgo –a los que antes el SAED (Servicio de Apoyo Educativo Domiciliario) daba clase a domicilio– mientras haya presencialidad. No hay posibilidad de guardar la distancia requerida cuando tenemos 36 alumnos en el aula, como tampoco existe la manera de ventilar y limpiar las clases cada cierto tiempo, porque no hay personal de limpieza suficiente ni siquiera para asear cada 55 minutos espacios como gimnasios, aulas de música o talleres. El uso de los baños para el lavado de manos es mera fantasía, son pocos y mal ventilados.
Lo que sí hay es enfado. Mucho. Llevamos meses pidiendo una vuelta segura a las aulas. Reclamando una inversión que es, si cabe, ahora más necesaria que nunca. Somos conscientes de que las familias necesitan la educación presencial para poder conciliar. Nosotras la necesitamos también, pero no exponiendo a toda la comunidad educativa al contagio cuando se puede evitar. Hay enfado porque se insiste en la responsabilidad individual y se hace obligatorio lo que sale gratis (mascarillas), pero se convierte en “recomendable” todo aquello que supone una inversión. Necesitamos medios y un plan de contingencia que, seis meses después, sigue sin existir.
El ascensor social que era la educación pública lleva años roto. Volver a improvisar supondrá terminar de rematarlo y aumentar la brecha, que no es solo digital, sino social. Podrán estudiar en casa quienes tengan un cuarto propio y familias con tiempo para dedicarles paciencia y ayuda. El resto se quedará por el camino. La responsabilidad, señora Ayuso, es cuidar de la ciudadanía, sobre todo de quien necesita red para salir adelante. Lo otro es lavarse las manos.
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