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sábado, 16 de noviembre de 2019

Libertad de elegir (Manuel Menor)

Celáa reinterpreta la libertad de elección de  centro

Para construir un buen sistema educativo, las palabras han de ser veraces, capaces de expresar sin mentir a unos para contentar a otros.


El desmentido de Celáa
Francisco Umbral solía recordar, después de años de éxito con sus columnas de opinión, que lo que a él le desencadenaba ilación de ideas era un buen título. Por su parte, Isabel Celáa debió experimentar una gran pulsión creativa cuando, hablando a los reunidos en el reciente Congreso de Colegios Católicos, se refirió a “la libre elección de centro”. Según Vida Nueva, “desafió” a los reunidos y, según ESdiario, “montó la bronca y provocó al público”. El constructo al que prestó atención sigue siendo muy empleado por los colegios concertados en sus demandas políticas al mezclar libertad de enseñanza y libre elección de centro, y el propio Obispo secretario general de la CEE, Argüello, añadió a ese puzzle “el derecho a recibir formación religiosa” cuando atajó las palabras con que la ministra intentó deshacer un equívoco muy extendido.

Celáa, al tratar de distinguir, despertó temor, “nubarrones”, “preocupación” por si los Colegios concertados -legislados por el PSOE en la LODE en 1985- veían frenados los miles de millones de euros anuales, duplicados en los últimos trece años, que reciben del Estado De paso, se insinuó una larvada incitación a que, a imitación de lo sucedido en junio de 2005 con obispos incluidos, las protestas salieran a la calle. Opiniones apresuradas y micrófonos dispuestos a fervientes apologías trataron, indirectamente, de ridiculizar el frágil preacuerdo de intenciones para una posible coalición gubenamental de izquierda. El estallido de inspiración e iluminación sobre las dudas que las palabras de Celáa atrajeron sobre el futuro inmediato de la interpretación parcial de esta “libertad de elección”  -libérrima desde 1978 para los gobiernos del PP sobre todo-, fue tan potente que despertó de la somnolencia el insaciable hábito de ampliar a su cuenta las privatizaciones sin ton ni son y el creciente negocio de la educación. No cabe extrañarse de que, ante tanto eco, la propia ministra haya tenido a bien calmar los ánimos precisando algo más el alcance que había querido dar a sus palabras.

Si va en serio lo que ha dicho Isabel Celáa, pronto habrá de verse en caso de que el PSOE logre formar Gobierno y sacar adelante una nueva Ley General de Educación. Solo así, además de suprimir definitivamente la LOMCE –tan pródiga con esta “libertad” de quienes pueden elegir entre diversos centros, pero nada preocupada de más del 60% de familias que van a una enseñanza pública en desigualdad manifiesta-, podrán restablecerse las posiciones de lo que realmente se pactó en el artc.  27 mejorando su interpretación de modo que quienes vayan por elección propia a la red pública de enseñanza no se sientan estafados gobierne quien gobierne. No puede suceder con esta libertad fundamental para la convivencia lo que acontece con otras muchas libertades, en que el mercado decide  -con sus leyes nada libres y el apoyo de determinados políticos- qué haya de hacer cada ciudadano o ciudadana en trance de enviar a sus hijos a la escuela. Universalidad y libertad, que rigen el artc. 27.1, no pueden ser contradictorias ni excluyentes por decisiones cooptadas desde intereses muy particulares.

Al margen de que la ministra Celáa haya preservado en sus palabras cuestiones colaterales -como las que conllevan los Acuerdos de 1979 con el Vaticano-, tenga por seguro que ha acertado al reivindicar ante la asamblea de los Colegios Católicos una lectura mínimamente ajustada a lo que el cumplimiento del citado artículo requiere: rigor e imparcialidad en el cumplimiento de las exigencias que conlleva un contrato para un colegio concertado que sea preciso en una zona determinada. La que en la LOMCE se llamaba “demanda social” para justificar actuaciones discriminatorias con lo preceptuado por la universalidad de la educación, no puede justificar que, en comunidades como la de Madrid, entre 2009 y 2015, noventa parcelas de terrenos previstos para escuela pública se hayan cedido a colegios concertados. No puede seguir sucediendo que, cuando en paralelo acceden a construir o reparar de urgencia algún centro público, la lentitud sea tal que haya criaturas que han pasado buena parte de su escolarización entre arreglos inacabados. No es de recibo que haya habido hermanos que, cuando el necesitado de atención especial no es admitido en el colegio concertado, el que no tiene problemas es recibido con los brazos abiertos. Tampoco lo es que haya crecido la brecha de pobreza entre alumnado de unos u otros centros según su titularidad. Sin embargo, las muchas estratagemas que contó detalladamente José Luis Pazos en No nos callarán siguen siendo practicadas por la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid en su afán de optimizar “la calidad” educativa favoreciendo a los concertados, a los que atiende desde una Dirección General de nueva creación.

¿Qué acuerdo educativo?
Recuerde la ministra que, si le demandaran un “acuerdo educativo” –como quiso su predecesor en el cargo-, esta cuestión de la “libertad de elección” que tantas voces suscita estos días en algunos medios, nunca estará en primer plano. En el que proponía su predecesor, Íñigo Méndez deVigo, había una serie de cuestiones intocables, como este concepto clave del marketing neoconservador -de Aguirre, Wert y sus pares-, al que también se apuntan los obispos y sus colegios. Toda la “libertad” que tanto ha venido a invocarse desde 1978, fueron eclesiásticos los que la fagocitaron durante el siglo XIX. Con ella tuvieron que lidiar los dos primeros ministros de educación que hubo desde 1900, condicionados por el Concordato de 1851, y la gran contradicción de invocarla la sufrió en carne propia la Institución Libre de Enseñanza, reivindicando –en nombre de “la libertad”  que llevaban en su enseña y que la Constitución de 1876 propugnaba- espacios educativos menos controlados por la Iglesia. Las Actas del Congreso de Diputados de la etapa canovista- que tan minuciosamente estudió Yvonne Turin en 1967-, dan buena cuenta de ello.

Por otro lado, después de que entre los años treinta y ochenta del pasado siglo detentaran un control total sobre el Ministerio de Educación, no se sabe muy bien a qué siguen jugando los Sres. Obispos y sus distinguidos dirigentes educativos cuando, al comparar las estadísticas respecto a religiosidad, la proporción de practicantes  es radicalmente inferior a la de los clientes de sus colegios. Si hoy no es invocable como antes la caridad educativa, ¿por qué tanto afán educador que no altera la tendencia de la decreciente creencia católica? ¿Por qué no analizan los logros religiosos que haya podido producir tanto control educativo como tuvieron durante tantos años? ¿Qué fue, por ejemplo, de tanto seminario enorme y repleto de seminaristas a mediados del siglo pasado, y hoy prácticamente vacío?

Hace año y medio, editorial Morata –que tiene el raro mérito de liderar la atención a los asuntos educativos- tuvo a bien editar un libro  en que se prestaba atención a múltiples incumplimientos del artículo 27CE. Por algo se tituló Cuaderno de quejas. Si se lee sin anteojeras, se entenderá mejor qué dijo Isabel Celáa el pasado día 14 y cómo es de urgente reflexionar sobre lo que la conjunción de universalidad y libertad educativas exige para actuar en justicia. Cuanto más se demore esa atención política, más se evidenciará que bajo la preciada palabra de “la libertad” se esconden preferencias por un tratamiento privilegiado.

Manuel Menor Currás
Madrid, 16-11-2019

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