Recuerdo perfectamente el primer día de trabajo en un colegio de Fuenlabrada. Me habían citado en la Dirección de Área Territorial de Madrid Capital (Calle Vitruvio), a las 9:00 de la mañana, a un acto en el que normalmente te ofrecen varias sustituciones o vacantes y se va eligiendo por orden de nota (aunque el interino citado el día anterior tenga mejor nota que tú y la sustitución que le haya tocado sea peor). No sabía ni en qué curso iba a estar ni durante cuánto tiempo.
Me recibió muy amablemente la jefa de estudios y me contó por encima que iba a sustituir como tutor en un 4 º de primaria a una compañera, que por razones que no vienen al caso, se encontraba de baja. Impartiría todas las asignaturas, excepto Inglés, Música y Educación Física. Y, además, les daría clase de Plástica y Ciencias Naturales y Sociales a otros dos cuartos. Me enseñó el aula y me indicó dónde había dejado los libros de texto la maestra a la que iba a sustituir, que también era interina. Al día siguiente llegué un poco antes de las nueve de la mañana, me presenté a los alumnos y cerré la puerta de mi aula para impartirles clase. Yo no les conocía. Ellos a mí tampoco.
La tutora de aquel grupo tardó aproximadamente un mes en incorporarse a su puesto de trabajo. Un mes en el que la única orientación fueron los diferentes libros de texto, tuve que evaluar a cada uno de los alumnos y enfrentarme a una de las situaciones más duras de mi carrera como docente: el fallecimiento de una de las niñas de clase debido a una enfermedad incurable (acompañado por un equipo directivo que vivió aquello igual que yo). Llevo muchos años en esto de la educación y confieso que no tenía ni idea de cómo enfrentarme a todo aquello. Y sigo sin tenerla.
Volviendo a la cuestión de las oposiciones: suspendí en esta primera fase por segunda vez. Proponer en una hora y media un plan de trabajo (con objetivos, contenidos de un currículum inabarcable, relacionarlo con unas competencias que nadie termina de entender del todo y diseñar diversas actividades globalizadas y secuenciadas en fases; incluyendo en este plan a todo el equipo docente, a las familias e, incluso, a entidades locales, así como atendiendo a una alumna TEA, un TDAH, varios repetidores e inmigrantes recién llegados) y, en la prueba del temario, abordar algunas de las cuestiones que, como responsable de biblioteca en dos de los centros donde he estado, me he ido encontrado, parece que no ha sido suficiente para sacar un 5.
No voy a hacer ahora, al calor de la frustración que supone no aprobar, un alegato sobre lo terriblemente injusto que es este sistema de evaluación del profesorado y lo mucho que yo me merecía haber obtenido una plaza. De hecho, lo cierto es que no sería justo decir esto, porque, en primer lugar, no tengo muy claro cómo sería un sistema más justo y, por otra parte, en esta ocasión he decidido centrarme en aumentar los puntos de concurso, que son imprescindibles para competir en esta carrera de fondo con compañeros y compañeras que cuentan con muchos más años de experiencia y formación que yo.
Tampoco voy a hablar de lo sospechoso que me parece todo esto de que la Administración nos plantee una prueba con veinticinco temas que estudiar (que se concretan en simples titulares), que se elegirán por sorteo, que nos dé libertad para desarrollarlos a nuestro gusto y que, finalmente, casi todos los aspirantes terminen por pagar a una academia para que les dé el temario ya confeccionado por ellos mismos. Un temario que no puedes encontrar en ninguna parte si no es pagando, en el que la administración no interfiere para nada y que, como opositor, no sabes si está bien o mal planteado hasta que el examinador te lo valide con un aprobado o te lo invalide con un suspenso. Un negocio en toda regla.
Y mucho menos voy a comentar lo que me parece que muchos compañeros y compañeras sean obligados a juzgarnos de este modo.
Las oposiciones valoran la experiencia, la formación y los conocimientos teóricos y prácticos para llevar a cabo esta difícil e importantísima labor. Y lo hacen mediante un concurso y una prueba, dividida en 2 fases: el examen escrito (en el que uno tiene que saber un montón de contenidos de cultura general incluidos en el currículum; la normativa actual, detallada en varias leyes, y cómo plasmar todo esto en un caso práctico) y el oral, en el que tienes que exponer una programación anual de aula de una materia (que previamente debes haber plasmado en un documento de 60 páginas) y una unidad didáctica (incluida por separado en el citado documento), en la que, además, se valora positivamente que aportes materiales didácticos creados por ti.
No está nada mal para tratarse de una prueba “injusta” que nos clasifica en un apto o no apto. No sé si es justa o injusta pero, desde luego, es bastante completa.
Sin embargo, cada año que asisto aumenta en mí la sensación de que las oposiciones se han convertido en una declaración de intenciones, en la fachada de lo que se espera de un buen docente, en un simple escaparate de la educación de cara a la opinión pública. Se nos exige saber un montón de cosas que después, en la práctica diaria, parecen no tener demasiada importancia. Lo digo porque, pase lo que pase, es muy probable que yo siga haciendo suplencias el año que viene en la educación pública. Yo, que he aprobado en una ocasión y he suspendido en dos. Yo que, a estas alturas, sigo sin haber entrado en clase de otros compañeros y compañeras que llevan muchos años en esto y así saber realmente de qué va esto de la educación. Yo, que cada curso me enfrento, el día que corresponda, a un nuevo y desconocido grupo, cuyo tutor o tutora se encuentra de baja. Alumnos y alumnas que no me conocen de nada, que no tienen ningún vínculo conmigo y para los que no soy un referente. Yo que, a pesar de ser un interino no apto (en esta ocasión), voy a tener las mismas funciones que el resto de funcionarios de carrera a lo largo de los días de sustitución. Al que se le va a exigir exactamente lo mismo, y se le va a evaluar de la misma manera. Yo, que en estos cuatro años de interinidad, he comprobado que el trabajo en equipo, imprescindible en esta profesión (sobre todo teniendo en cuenta las elevadas ratios y los escasos recursos con los que contamos), no parece ser una prioridad para nuestra Administración.
Este curso, previo a las oposiciones, he tenido mucha suerte. He tenido la oportunidad de trabajar en un Aula de Compensación Educativa, con un equipo multidisciplinar. Un proyecto en el que alumnos y alumnas de 15 años que, por las razones que sean, no han tenido mucho éxito en su proceso educativo y han optado por probar suerte en un programa más vinculado a lo laboral.
Digo que he tenido suerte porque he podido trabajar en equipo y desarrollar varios proyectos de esos que defendería a muerte delante de un tribunal de oposición, porque sí han tenido en cuenta el trabajo en equipo, por competencias, globalizado y con una metodología activa y motivadora, tal y como recomienda la LOMCE en su Preámbulo.
Uno de esos proyectos que, por otra parte, son tan difíciles (o yo casi diría, imposible) de llevar a cabo en un centro de educación infantil y primaria, con una ratio de más de 25 alumnos. En primer lugar porque el trabajo en equipo, inevitablemente, se suele reducir a poner en común algunos contenidos, ritmos y métodos de evaluación. En este centro, al igual que yo, estarían encantados de recibirme el curso que viene y poder seguir desarrollando, juntos, lo que este año hemos iniciado. Pero, desgraciadamente, el curso que viene sucederá lo mismo.
Me nombrarán desde la DAT pertinente (aunque este año parece que, como novedad, se va a hacer telemáticamente). Alguien del equipo directivo me recibirá con entusiasmo. No olvidemos que muchas bajas tardan en cubrirse 15 días y, durante ese tiempo, el equipo de maestros se ve en la obligación de cubrir (aumentando su carga lectiva) el hueco que se deja. La persona en cuestión me explicará, en el escaso tiempo del que disponga, a qué grupo tendré que dar clase, dónde están las cosas y la organización general del centro, para más tarde o como mucho al día siguiente, abandonarme a mi suerte con un grupo de 25 a 28 niños y niñas a los que tendré la responsabilidad de enseñar algo. Y todo esto sucederá así, cada año, para miles de interinos “de mierda” (así nos llaman de forma cariñosa y sin mala intención algunos compañeros funcionarios que saben lo injusta que es esta situación). Interinos e interinas como yo que, si todo va bien, cuando consigamos una plaza fija en el sistema educativo y logremos que alguien supervise nuestro trabajo “en prácticas” (con un objetivo que en muchas ocasiones se aleja del acompañamiento y que se lleva a cabo por tutores que en ocasiones han sido compañeros durante varios cursos), habremos pasado ya algunos años entrando en clases para hacer sustituciones. Unas sustituciones que pueden durar desde un día hasta los nueves meses de curso.
No sé si estas oposiciones son injustas, pero de lo que sí estoy plenamente convencido es de que los niños y niñas de esta Comunidad Autónoma no reciben el trato que se merecen. Y el día que los interinos e interinas de este país plantemos cara, no sólo a una oposición injusta, sino a un sistema que no garantiza las necesidades educativas de nuestros alumnos y alumnas, tal vez seamos capaces de transformar la educación.
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