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martes, 9 de julio de 2019

FRATINIHAUS (Manuel Menor)

Hacia un parque temático educador
Fratini parece un adelantado de lo que –a ojos de bastantes obispos- debiera suceder respecto a la exhumación pendiente del Valle de los Caídos.
Al exnuncio Fratini, independientemente de que se le haya ido la lengua en cuanto a lo que impone la costumbre diplomática –y esto le haya supuesto una “queja” ante sus jefes del Vaticano-, parece que, después de 10 años en España, haya decidido atenerse a lo que dice el Evangelio: “De la abundancia del corazón habla la boca”(Mt. 12, 34). No obstante, su declaración desbordante no es al Papa Francisco precisamente a quien ha servido de portavoz sino, más bien, a la corriente ultramontana en que militan obispos españoles, los que nunca pidieron perdón por el pasado colaboracionista de la Iglesia católica con el franquismo.
Historia
Por boca de Fratini ha salido a la luz, por otra parte, la doctrina revisionista del tipo Pío Moa y estilo VOX, para quienes ha sido providencial que, en la etapa que va de la II República hasta hoy, Franco habría “liberado a España de una Guerra Civil, y solucionado un problema”, con la bendición eclesiástica –podría haber añadido. Exhumarle del Valle de los Caídos, aunque solo fuera  para ajustarse a los hábitos democráticos de Europa, serían ganas de enredar y traer de nuevo al presente “la división de España”. Mejor, “olvidar” y que “no regrese la pelea, la Guerra civil”. Es fantástico, por demás, que un representante oficial de esa Iglesia que, en los años del Concilio Vaticano II (1962-1965) se propuso cambiar su relación con la plural realidad social, actúe en un asunto histórico español -que tantas deudas pendientes de reparación tiene con muchos de los muertos que produjo- como si de un juego se tratara a merced del mismo ganador. Su perspectiva para relatar aquellos hechos y cómo deban hacerlo  hoy los españoles entra en la mitología ucrónica cuando pregona que lo mejor es “dejar en paz” a Franco porque, “haya hecho lo que haya hecho, Dios juzgará”. 
Dicho así, por un jerarca eclesiástico, poca fe en Dios indica.  Cargarle con el arreglo de litigios históricos como este lleva directamente a la superstición mágica y a la irresponsabilidad de los humanos con su presente. No casa con la presunta excelsitud divina este afán eclesiástico de inmiscuir a la divinidad en cuestiones terrenales, salvo que la conciba como freno de discrepantes en la gestión de los sucios asuntos humanos. Como Dios ya proveerá en el futuro eterno, las miserias temporales han de ser aceptadas con “resignación” y “paciencia”; a Dios correspondería juzgar y proveer. Ese Dios, instrumentado como ajeno a esta Tierra no es ante el que clamaron, entre muchos otros, Job y Ernesto Cardenal. Cuando el “como Dios quiere” se convierte para quienes dicen representarle en la Tierra,  en pieza burocrática de una posición que, ordinariamente, es la más conservadora en que se mueve la dura realidad, muestran un Dios culturalmente asimilado al poder; para que los ciudadanos creyentes no se  metan donde no les llaman y que todo transcurra como es “natural”. 
Este lenguaje de superioridad teocrática, que edulcora los conflictos entre humanos y reafirma a quienes dominan en ellos –presente en la mitología anterior al cristianismo-, es muy frecuente en demasiados eclesiásticos. Después de que cayera el Antiguo Régimen en el último tercio del siglo XVIII, cuando el movimiento obrero estaba en pleno auge, León XIII lo explicó en la Rerum novarum poniendo al servicio de la burguesía industrial, en 1891, la cooperación en caridad del Vaticano para sostener intacta la sacralizada propiedad privada y apenas modificar un injusto sistema legal de relaciones sociolaborales que tantas huelgas y movilidad social, política y artística, había producido.  De entonces acá, la obsesión por el aterciopelado silencio y que no se noten demasiado posibles escándalos, ha intentado restar importancia a las contradicciones de las proclamas eclesiásticas con lo que el Evangelio –anterior a la Iglesia constantiniana- propuso a sus fieles como creencia cristiana. Es un comportamiento obsesivo -que J. Mª Castillo recuerda en sus artículos y libros- con diecisiete siglos de existencia reiterada que permiten ver los estudios de Jonathan Brown sobre la Iglesia en el Bajo Imperio Romano: Por el ojo de una aguja
Y memoria
En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, fue abundante el estudiantado procedente sobre todo de áreas rurales que, a su paso por seminarios y colegios de curas, monjas y frailes -–cuando la enseñanza general en España era más corta y escasa-, vivió en directo aquel vaivén del optimista Vaticano II. El vacío de la mayoría de aquellos centros podría simbolizar el miedo al aggiornamento  que se ha incrustado en la Iglesia después. A Fratini, formado como cura en aquellla “conversión” conciliar -y en el rechazo que le sobrevino entre octubre de 1978 y abril de 2005-, le tiene que sonar este vaivén. La inspiración teológica de aquellos “curas obreros” o los  “teólogos de la liberación” y de cuantos creyeron seriamente en lo que había promulgado la Lumen Gentium I, 8,  no parece la de este Monseñor..
Tampoco puede ocultar que, en cuanto a la Guerra española, trasluce un nada soterrado dogmatismo. Al acusar de “ideología” a quienes disientan de él en lo tocante al uso del Valle de los Caídos –reclamantes de justicia histórica con la mayoría de muertos habidos en aquella contienda-, muestra un gran sentido doctrinario. Servatis servandis, con los mismos ingredientes sofistas que ha usado metódicamente la cadena estadounidense FOX NEWS convirtiendo en opinable, sensacionalista y curiosa, desde hace años, cualquier noticia por relevante y dramática que fuera. Entre las actitudes que le hayan exigido a Fratini para llegar al acreditado cuerpo diplomático vaticano y manejar con soltura medias verdades, ha debido demostrar fehacientes dotes para la restricción mental. Ese hábito ha producido selectos jerarcas católicos, y por supuesto, nuncios vaticanos  como los que gestaron los Acuerdos de España con el Vaticano en 1979, que revalidaron los el Concordato de 1953. Con él homologaron internacionalmente a Franco siguiendo la pauta del de 1851, que, a su vez, había facilitado a la hija de Fernando VII, Isabel II, ocupar el trono español a cambio de ralentizar la modernización de España.  De esa cadena deriva que todo el corpus legislativo sobre educación española siempre haya estado condicionado por tratados tan peculiares. 
¿Sin criterio?
Las calculadas opiniones caritativas de Fratini como colofón de su labor en la Nunciatura de Madrid –aunque las haya rectificado en Vida Nueva- dan argumentos a quienes ya reclamaban, desde mucho antes de que él llegara, la derogación de esos Acuerdos. Llueve sobre mojado cuando se intentan recolocar las mezclas que se producen entre Historia –los hechos reales ya vividos- y la memoria que de ellos se tiene –su recuerdo-. Estos devaneos del presente se nos antojan repetitivos, ajenos a la inevitable bifurcación de lugares y tiempos por los que se esté transitando.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           
Nihil novum sub sole en la corta, equidistante y parcial interpretación de Fratini. La insinuación de la guerra española como “problema” entre hermanos, que hubiera solventado Franco como en familia, es un falso tópico del circuito más conservador.  Y lo es igualmente que sentencie lo “peligroso de juzgar a la historia… porque podemos condenar a los inocentes o podemos exaltar a los culpables”. Es ridículo tratar de ningunear la apabullante y detallada investigación histórica existente, desde hace mucho, sobre la guerra y postguerra. Es la etapa de Historia de España que más bibliografía ha generado en todo el mundo –además de la atención de los expertos en la ONU sobre Memoria Histórica-, y este Monseñor  finge no advertir que, ni está hablando solo en el pulpito, ni lo hace atemporalmente. La censora quietud que predica solo contribuye a embrollar tendenciosamente, un poco más, la exhumación de los restos de Franco. Hasta el punto de que, si el clímax del tortuoso asunto culminara en la catedral de la Almudena, poco extraño sería que sus palabras se perpetuaran en las audioguías para adictos al nacionalcatolicismo y otros turistas.

Manuel Menor Currás
Madrid, 03.07.2019

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