Pasado
borroso y vulnerabilidad en un presente incierto
Si los electores no
urgen una ética común, y un sistema educativo construido desde ella, aviados
vamos con lo que indican los abusos y desregulaciones latentes del Estado.
Los profesores de Sociales –los de Historia en particular- ya
pueden reconsiderar su quehacer docente. A tenor de lo que se oye en los
últimos tiempos sobre los
neanderthales, la conquista
de Granada, los abusos reconquistadores sobre
musulmanes
residuales después de 1492 o cómo deban arrepentirse los vikingos de sus incursiones
en Galicia entre los siglos IX al XIII, no parece que haya servido de mucho
este supuesto aprendizaje escolar. Esa
fiebre revisionista del pasado, floreciente también en Méjico –y en otras
áreas americanas- está poniendo en solfa todo lo investigado hasta el presente
y pregona, a un tiempo, que la ligazón
de responsabilidades entre épocas y personas actuales con las de otros tiempos
vendría a ser tan primitiva y tribal como en la Prehistoria.
Historias ucrónicas
Si la libertad
de prensa está en manos de sus amos, la enseñanza de una Historia coherente
con la investigación rigurosa también está en peligro. Entre manipuladores
interesados en desviar la atención de muchos asuntos y atrevidos prestos a usar
la Wikipedia contra quien se les ponga delante, los referentes históricos se
usan como un divertimento aleatorio, de opiniones excitantes para distraer el
duro presente. Esa posibilidad aumenta si se advierte que la Historia Contemporánea,
y más lo acontecido desde la I GM, es una penitencia para muchos enseñantes que
deben tratar cuestiones inmediatas a los años 30. Por miedo a que les tachen de
“adoctrinadores” o cosas peores, la ignorancia sobre la “Historia actual” es preocupante.
Cuando se cumplen 80
años de nuestra última Guerra Civil, lo que más propagan los medios apenas
altera lo que decía la Enciclopedia Álvarez y, como comprobó hace tres años Fernando
Hernández, el bagaje con que muchos licenciados llegan a los másteres de profesorado
es penoso.
Muy coherente todo ello con lo que en estos años ha trascendido a
propósito de tesis, grados y postgrados impartidos en universidades de que se
han beneficiado algunos privilegiados, o con el desmantelamiento
programado para las públicas. Cuanto hipotéticamente decidan para
cualificar la creación y difusión de conocimiento, vendrá lastrado de carencia
de autoridad. Es placentero, y socialmente más provechoso, lo que miradas
como la de Teófanes Egido han procurado transmitir a su alumnado en una
fructífera docencia. (¡Gracias, maestro!). Pero es nula la utilidad que, para reciclaje
ético, pudiera tener una antología de las ocurrencias de que suelen hacer gala conspicuas
personalidades. Los chascarrillos que engendran, similares en todas partes,
muestran que su proximidad al poder les
seguirá escudando para eximirse de todo “esfuerzo” por saber de qué estén
hablando cuando usan la Historia para enfrentamientos sectarios. ¿Recuerdan aquella
falsa pelea de Esperanza Aguirre por las Humanidades en 1997? Desafortunadamente, seguirán en su laberinto, aunque sin
duda –como ha
indicado el senador Olóriz– “necesitamos menos toreros y más científicos” y,
con estos, buenos conocedores de los problemas educativos, que se
responsabilicen de encontrar alguna solución al fatuo exhibicionismo.
Falsas rigideces
Cuanto más en campaña –y con eslóganes muy discutibles- más
lástima da que muchos candidatos no sean ejemplares en el uso serio de los
saberes. Pese a los prejuicios que aceptan por tradición, ambiente familiar, clase
social o compadreo con poderes más altos que el suyo, dicen ser neutrales y,
con tal bagaje, nunca decidirán para todos. Tampoco defenderán –como debiera
ser su obligación democrática- una ética laica, como exige la convivencia intercultural.
Cuando se sientan presionados por tutorías como las que la jerarquía católica
ha tratado siempre de imprimir a la política española, acatarán la obediencia debida.
Nos salen caros, pero puede que sea este el sentido primordial de los colegios
privados o, en su lugar, de ese
32,7 % de concertados existentes en nuestro sistema educativo en virtud del
supuesto pacto escolar de 1977 en el artículo 27CE.
El valor que Durkheim confería a quienes se habían comprometido con
los cambios de la Revolución Francesa,
radicaba en que “donde
las viejas tradiciones religiosas, políticas y jurídicas, han mantenido su
rigidez y autoridad, han frenado cualquier atisbo de cambio y, precisamente por
esto, previenen el despertar de la reflexión”. Meritorio era que habían abierto
el camino a pensar que las cosas podían ser de modo distinto a como habían
sido, a poder preguntarse cómo podrían y deberían ser y, por supuesto, qué se
habría de cambiar en una configuración justa de las relaciones sociales,
productivas o políticas. Vale para la educación –y la política- en la
incertidumbre actual: si no induce a reflexionar sobre los problemas que
tenemos, la pasiva aquiescencia dejará que las rutinas prosigan y que se
decante un mundo más peligroso. Al ritmo que vamos, con los medios del Estado a
disposición de
iluminados doctrinarios tramposos, incluso logros como el que hizo que los
Derechos Humanos (en 1948) puedan pautar
una ética universal para un mundo secularizado volverán a ser vistos como
rémora por los violentos que logren, por la fuerza, regir los asuntos comunes.
La España vaciada
La Tierra pasa ya factura por la
irresponsabilidad de los humanos por no considerarla un bien común, al
que los demás deben sojuzgarse. Y también en esto políticos y enseñantes habrán
de posicionarse. Cuando los partidarios de la “Geografía crítica” –Harvey,
Lacoste, o Capel, entre otros- empezaron
a difundir sus hipótesis y
metodologías, se consideró que “adoctrinaban” al alumnado. Se empeñaban en
cruzar informaciones políticas y económicas para clarificar cómo el
aprovechamiento indiscriminado de recursos naturales generaba “paisajes” que
nunca se publicitarían en los paquetes turísticos. Las alertas por las
colonizaciones descabelladas, por el alocado turismo o las talas salvajes, los monocultivos
industriales y los estabulaciones forzadas,
con los consiguientes desplazamientos de población, miserias y hambrunas
provocadas por rupturas radicales con las tradiciones culturales de cada
territorio y, a veces, sin tener en cuenta siquiera las mínimas exigencias
físicas, eran para el desarrollismo
dominante una ofensa provocadora inspirada en intereses “paletos”. Pocas de
aquellas enseñanzas, que esforzados
profesores pioneros desarrollaron en sus aulas desde los años setenta, cayeron
en terreno propicio para alterar el curso de los acontecimientos y, sin esa
masa crítica, los abusos urbanísticos y los planes estratégicos de
intercambio y transporte han crecido desintegrando el territorio. La
Geografía oficial, en todo caso, ha servido de poco, y Google Maps la acabará
enterrando si solamente va a seguir repitiendo cuanto ordene el poder
instituido.
Y más vulnerabilidad
Por eso es sorprendente que la imagen –hiperrealista- de una
“España vacía” esté destapando miles de expertos ahora que tan solo un
residual 9% de españoles
vive en el 77% del territorio. La disponibilidad de recursos naturales -con
un cambio climático imparable y potente mutación en los ecosistemas- se acorta,
pero no va a ser fácil que reconozcan el oportunismo de muchos arbitrismos
simplistas en vísperas electorales. No obstante, esta inusual preocupación por los
resistentes que reclaman atención a la riqueza rural
y a su propia sostenibilidad -en igualdad con los urbanitas-, podrá ser de
interés. ¡Ojalá que en la próxima legislatura esta áreas de vulnerabilidad sirva, como le gustaba
decir al
sociólogo crítico Robert Castel, para evaluar la calidad de los
representantes políticos en el Parlamento o desde el Gobierno! Estén pendientes
sus votantes de si se ocupan de “lo social” de estas reclamaciones o las dejan medio
protegidas, poco reguladas o precariamente residuales, a merced de la
Naturaleza inclemente y de alguna caridad o beneficencia particular.
Manuel Menor Currás
Madrid, 03.04.2019
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