Autoengaños
tras los conflictos crecientes entre ética y política
La
conversación se ocupa de si son galgos o podencos. Anda distraída de las
necesidades crecientes de los ciudadanos, razón central de la política.
Este momento es propicio para entender mejor
que nunca las distinciones que, por
pragmatismo, suelen borrarse entre lo ético y lo legal. La fragilidad económica
–y también la política- muestran más descarnadamente las diferencias
cualitativas de lo uno y lo otro, y de esa tensión afloran con vigor las
reivindicaciones de calidad democrática. A prueba está, con ello, la presunta
superioridad moral de la izquierda, que cuando, por ejemplo, la corrupción de
políticos de la derecha ha desbordado las primeras páginas de los periódicos ha
querido marcar este territorio de lo moral como propio.
A una velocidad de vértigo se
están sucediendo las ocasiones de comprobarlo. Primero fue la cuestión de los
cohetes “inteligentes” que, al parecer, distinguirían perfectamente a los malos.
Por medio, hubo que atender a variados supuestos que han acarreado tres importantes
dimisiones. La dudosa ética de la legalidad de másteres y tesis doctorales
también ha afectado a miembros del Gobierno, no solo a lo más selecto del PP. Y
continuamos en ese vaivén, donde la corrección política se debate entre la
moral y el oportunismo coyuntural: la ministra de Justicia y el de Ciencia deshojan ahora la margarita de si dimitir o esperar a ser destituidos. ¿Ha
de prevalecer lo moral o lo legalmente más convenienzudo a un Gobierno al que,
en todo caso, su debilidad aritmética se
le acrecienta la de credibilidad?
Un paisaje moral abrupto
Momentos como este son
propicios también para las disculpas. Pero es difícilmente asumible lo que esté
sucediendo con la aplicación de lo legislado para cortar la sangría humana que
implica el que, en lo que va de año, ya sean 44 las mujeres asesinadas, además de varios niños y niñas que pueden entrar en el
cómputo de la “violencia de género”. Sería impresentable que cualquier otro
colectivo social tuviera estas cifras, repetidas por las estadísticas año tras
año desde que en 2003 hemos empezado a contabilizarlas. Sin embargo, casi forma
parte del paisaje, solo levemente alterado con las manifestaciones de duelo que
suelen reiterarse en los municipios donde se producen estas desgracias.
En tan abrupto paisaje empiezan
a destacar los damnificados por pederastia
y por haber sido separados de sus familias como bebés robados. Acerca de lo
primero, lo más accidentado hasta ahora ha sido –en espacios educativos de la
Iglesia- daños detectados en las diócesis de Astorga y Granada, más algunos casos en otros colegios. Por lo que en algunas
novelas de hace años -y en algún libro reciente sobre Los internados del miedo (2015)- ha ido aflorando, es muy probable que haya sido un fenómeno más
amplio. Lo apuntan, además, las crecidas denuncias en EEUU, Irlanda, Australia, Chile o Alemania,
que han hecho que el Papa Francisco pidiera perdón. Aquí, preventivamente,
algún prelado, aparte de repetir lo del perdón –como si bastara para no tener que
resarcir en justicia a los damnificados-, trata de remitir el problema a la “responsabilidad de todos”, una forma de escapismo que difícilmente aceptarán quienes hayan
tenido que sufrir haber sido confiados en su infancia a sacerdotes o monjas
incompetentes, no controlados eclesiásticamente ni en la jurisdicción civil.
Del mismo cariz es que, después
de 1936, y con variado pretexto “redentor” de los vencedores de aquella
contienda incivil, muchas madres fueran privadas de sus hijos mientras la mayoría de los obispos españoles, admiradores de Franco durante 40 años, le canonizaron en sus
homilías cuando murió. El reciente libro de Neus Roig, No llores, que vas a ser feliz, -en que aparecen referencias a congregaciones religiosas de
carácter hospitalario y a dejación del Estado en cuanto a facilitar que los
afectados puedan encontrar a sus familias biológicas- es una denuncia en toda
regla
Paco Lara, maestro
Podemos autoengañarnos con la epidermis
del paisaje político actual y cerrar los ojos, pero nada es lo que parece. Las raíces
de su apariencia actual –como en todo paisaje geográfico- tienen su fundamento
cuasi geológico bien atrás. Quien haya vivido esos años anteriores verá que -con
raras excepciones de apelación al Evangelio primitivo, como la del Colegio San Antonio en el barrio madrileño de Tetuán-, casi un tercio estructural de la educación española sigue hoy de modo muy
similar a como era antes, mientras a la enseñanza pública se le deniegan
instrumentos adecuados para atender a una población plural, en que, según
Cáritas, cuatro millones de personas viven en situación de “marginación severa”. La moral social en que navegamos políticos y ciudadanos, sí tiene
mucho que ver con ese sistema, por efímera que pueda ser la coyuntura política.
El duro trabajo educador que, entre otros, desarrolló Paco Lara –recién fallecido- en
barrios con más problemas, ha de ser un estímulo para cuantos pelean por que la
ética y la legalidad vayan de la mano.
Manuel Menor Currás
Madrid, 25.09.2018
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