Las limitaciones se manifiestan incluso en casos de estudiantes brillantes, un día decididos a emprender unas apuestas universitarias que hoy se complican y fragilizan ante las restricciones de las becas, el hundimiento de las rentas familiares,y el encarecimiento de las tasas.
Meritocracia clasista. Cambio continuo en las reglas de la competición a mitad de partido. Utilización ministerial de más adjetivos que datos a la hora de justificar las reformas. Estas tres expresiones condensan valoraciones que son recurrentes entre estudiantes andaluces de clases populares entrevistados sobre las consecuencias de los cambios del sistema de becas en sus posibilidades y condiciones de estudio.
La política de becas vigente desde 1983 presentaba déficits susceptibles de mejoras que ahora tampoco se emprenden. Entre ellos: la escasa tasa de cobertura de las ayudas, la insuficiencia de la mayoría de las becas a la hora de compensar los costes de oportunidad derivados de la dedicación plena al oficio de estudiante sobrecargado de responsabilidades tras nuestra particular adaptación al Plan Bolonia, así como los retrasos en la resolución y percepción de las ayudas.
Pese a estos déficits, nuestra política de becas había gozado de un importante consenso, considerándose un instrumento necesario y eficiente de lucha contra la desigualdad de oportunidades educativas que combinaba la necesaria solidaridad con la exigencia individual. Por un lado, su existencia contribuía a minorar las desigualdades entre los jóvenes a la hora de proyectarse en el porvenir escolar y de afrontar los costes derivados de las enseñanzas postobligatorias. Esta era la finalidad esencial del sistema, hoy gravemente cuestionada.
Por otro, una vez garantizado el acceso a las ayudas siempre que se objetivara administrativamente la necesidad social de los solicitantes, las becas promovían la rendición de cuentas. Actuaban como incentivo al rendimiento en el sistema educativo de los escolarmente heterogéneos individuos integrantes de los grupos socialmente desaventajados, y por ello favorecidos por las ayudas. En todas las ramas universitarias, incluso en las consideradas más difíciles, los becarios reúnen mayores porcentajes de créditos superados que sus compañeros. El ministro Wert habría faltado más de una vez a la verdad a la hora de justificar las reformas en las condiciones de preservación y acceso a la becas bajo pretextos como el de que para disfrutar de éstas no se exigían apenas esfuerzos, bastando con ser pobre.
Puede que en el Ministerio de Educación no se alberguen dudas sobre los efectos de las nuevas exigencias para acceder y conservar becas –endurecidas para el curso 2013/2014, cuando se nos comunica que también se reducirán sustancialmente las cuantías de las ayudas compensatorias y de movilidad– en la intensificación del esfuerzo estudiantil; en realidad sólo exigido a un tipo cada vez más discriminado de estudiantes que lleva meses planteándose, como nunca antes, qué clase de promoción de la excelencia es aquella que exige más para poder optar a becas a una hija de jornalero que a un hijo, en cambio, de una cirujana sí capacitada económicamente para afrontar los costes directos e indirectos derivados de los estudios filiales sin necesidad alguna de ayudas públicas.
La ciudadanía tampoco debiera albergar dudas de que estas reformas, ya reconocidas como un “cambio de modelo”, multiplicarán las condiciones para la desigualdad de oportunidades educativas. El clima de inseguridad generado por las reformas está promoviendo limitaciones de los proyectos y de las aspiraciones formativas por motivos económicos. A la hora de acceder, las limitaciones se manifiestan incluso en casos de estudiantes brillantes, un día decididos a emprender unas apuestas universitarias que hoy se complican y fragilizan ante las restricciones de las becas, el hundimiento de las rentas familiares, y el encarecimiento (en algunas comunidades muy importante) de las tasas.
Las inequidades introducidas por la reforman también afectan a quienes muchas veces se plantean abandonar, pero aún siguen compitiendo por mantenerse mediante becas cuyos nuevos requisitos, además, llevan varios años anunciándose cuando finalizan los cursos. Entre los que vieron la universidad asistimos, además de a limitaciones, a una precarización de sus condiciones de estudio. Ello se materializa, por ejemplo, en proyectos migratorios hacia títulos considerados más fáciles para mantenerse con becas, en la primacía de la cercanía sobre la movilidad ante las mayores inseguridades para preservarlas, en la puesta en marcha de estrategias de ahorro que perjudican el rendimiento estudiantil, como el abandono de las residencias en las ciudades universitarias a costa de penosos desplazamientos diarios desde los pueblos, o el regreso a viejas prácticas autodidactas de preparación de exámenes desde casa.
En suma, con cambios como los introducidos en el sistema de becas en un contexto de crisis y elevación de tasas universitarias, se está amenazando seriamente el cumplimiento de una de las principales funciones de la universidad pública: la selección neutral de los estudiantes más capacitados mediante la neutralización, a través de instrumentos como las becas, de las dinámicas de selección social y de desigualdad de oportunidades a la hora de acceder a los escalones superiores del sistema educativo.
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