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martes, 2 de abril de 2013

Primero saber y solo después opinar (J. Gimeno Sacristán)

En este artículo publicado en elpais.com, el autor sale al paso de las críticas de "los militantes de la antipedagogía"

En este periódico, en el plazo prácticamente de una semana, se han sucedido dos informaciones estrechamente relacionadas. La del día 14/03/2013 versa sobre los pobres resultados que los aspirantes a maestros han obtenido en las pruebas para el ingreso en la función pública docente. Un dato que se utiliza para mostrar el bajo nivel de conocimientos de quienes aspiran a desempeñar las funciones de la docencia, en este caso, de primaria. Resulta sospechosa la coincidencia de la aparición de estos datos, aislados de lo que parece ser un informe, con la protesta de un sector del profesorado por el cambio de criterios para obtener un puesto de trabajo cada vez más escaso. Merece la pena discutir algunos supuestos que subyacen en este conflicto.
La reivindicación de primar la experiencia no puede dejar de lado la importancia de los conocimientos básicos que todo docente debe poseer, renovar y acrecentar. El buen y justo funcionamiento del sistema requiere seleccionar a los más capaces. No es lógico que alguien que no domine el inglés, por ejemplo, pero haya adquirido experiencia como interino tenga prioridad sobre otro que posea menos experiencia pero domine perfectamente ese idioma. La experiencia docente no merece ser considerada como un mérito por sí misma si no es evaluada; el hacer, sin más, puede consistir en la persistencia del error. No es, necesariamente un “buen saber hacer”.
Ahora bien, dar a la luz resultados que delatan la pobre formación de conocimientos de futuros profesores creo que merece algún comentario. En primer lugar, ningún sistema educativo serio utiliza una prueba de conocimiento del tipo de la aludida para evaluar la cultura o los conocimientos de los candidatos y candidatas a la docencia. El conocimiento que se evalúa con esas pruebas no es el más relevante. Pensamos que no es indiferente cometer errores ortográficos o no saber dónde está un río determinado. Pero si lo que se pide respecto del río Ebro es solo saber por qué provincias pasa, estamos exigiendo un aprendizaje de baja calidad.
En segundo lugar, nos cuesta admitir que el nivel cultural o de conocimientos de un colectivo profesional se pueda apreciar considerando los malos resultados de pruebas como las que estamos comentando. Sería grave, en todo caso, si los datos se refirieran a quienes están ya desempeñando la docencia. Lo que debemos es preguntarnos por la calidad del conocimiento que se les exige a quienes se les evalúe como aptos y no por el nivel de los que fracasan al intentarlo.
Esta situación calificada como desastrosa, le sirve al autor del artículo de opinión titulado Primero aprende y solo después enseña, de un catedrático de Historia Contemporánea, publicado por El País (22/03/2013), en un espacio generoso, para apuntar directamente a quiénes para él son los responsables del desastre nacional: las Facultades de Educación. Sus más directos culpables: los pedagogos. Una especie de embaucadores que difunden los “desvaríos de la Nueva Pedagogía” (sic) con los que nos engañan. Un lenguaje que resulta extraño para alguien que tiene por oficio dar cuenta rigurosamente de cómo ha llegado a ser lo que hoy conforma la realidad social.
Como soy uno de esos embaucadores que viene estando enredado en esos desvaríos, no pretendo defenderme de nada, sino aportar algunas informaciones para que el señor Moradiellos (el autor del artículo) y quienes piensan como él, las tengan en cuenta cuando ejerzan su oficio. Los cambios que tienen lugar en el mundo de la educación, no solo en las políticas y en sus prácticas, sino también de los discursos sobre esta, son elementos decisivos para entender la historia contemporánea.
En primer lugar, pienso que cualquier docente, como instructor y como educador, hace de pedagogo y asume algún modelo de pedagogía. Los que nos movemos en los denostados y “peligrosos” ámbitos de la reflexión sobre la educación nos limitamos a contar cómo se ha entendido y cómo se ha deseado que fuese la educación. Algunos, al apreciar la brecha entre lo que existe y lo que parece deseable se arriesgan a proponer vías de acción. Y, claro, los hay atrevidos e incompetentes, como en otras profesiones.
Al asumir posibles errores nos consuela la comprensión que ya Aristóteles demostró por nuestra tarea, cuando decía que solo había una actividad más compleja que la política: la educación.
Coincidimos en que no hay educación sin contenidos. No hace falta descalificar globalmente a un colectivo –una actitud poco cortés, injusta y dudosamente científica para un historiador- ni echar mano de H. Arent. Herbart (considerado el iniciador de la pedagogía científica) en el siglo XIX ya afirmaba que no podía concebir una educación sin instrucción, ni que pudiera haber una instrucción que no fuese educativa. No hay institución de cualquier rango o informe de organismos nacionales o internacionales que se atrevan a decir que los desvaríos de la “nueva” e “inculta” pedagogía sean un factor que empeore el sistema educativo. Sí los hay (y más de uno) que muestran la correlación que existe entre los resultados académicos de los estudiantes y el tipo de pedagogía que se desarrolla. En el informe TALIS de la OCDE, por ejemplo, se dice que el profesorado español de secundaria no está, precisamente, a la cabeza de los que desarrollan métodos pedagógicos más actuales que se asocien a mejores resultados. No es sensibilidad pedagógica lo que le sobra al sistema.
Algunos pedagogos nunca hemos defendido una pedagogía vacía de contenidos, pero nos preocupa que algunos de nuestros críticos no reflexionen sobe lo poco educativa que es una buena parte de la instrucción que ahora se imparte en la enseñanza no universitaria. Contenidos sí, pero ¿cuáles?
Quisiera aclarar a los militantes de la antipedagogía algunos hechos y realidades.
Si el profesorado tiene un bajo nivel de conocimientos no es una responsabilidad de los pedagogos, sino, en todo caso, de quienes impartan las matemáticas, las ciencias sociales, etc. El bajo nivel en estas sería imputable a quienes se dedican a ellas en las universidades. Mejorar la competencia en ciencias, humanidades o en cualquier otro ámbito cultural es una reclamación que algunos llevamos haciendo desde hace décadas.
No pueden ser verdad las acusaciones a la pedagogía de ser un conocimiento débil y, al mismo tiempo, atribuirle la responsabilidad de ser tan decisivamente letal, capaz de corromper todo. Es una contradicción. ¿O deberíamos atribuir a los demás actores un escasísimo poder de defensa de los dañinos pedagogos?
Completaré mis sugerencias informándoles a los antipedagogos que las Facultades de Educación, herederas casi todas ellas de las Escuelas de Magisterio, no son hoy, precisamente, territorios copados por la pedagogía. Quizá quienes descalifican a esta desconocen cómo está repartido el conocimiento (y la incompetencia) en todo el sistema educativo. Será de interés para ellos el saber que en la actualidad, tomando como ejemplo mi universidad y considerando dentro de ella la titulación de Maestro de Primaria, solo un 12% de los créditos correspondientes a las asignaturas troncales, que son las que cursan obligatoriamente todos los futuros maestros y maestras, son responsabilidad de los denostados pedagogos. El resto de la docencia compete a psicólogos y otros profesores que accedieron a la formación del profesorado con las respectivas licenciaturas universitarias sin que nadie ni procedimiento alguno les exigiera conocimientos sobre la educación.
Seamos serios. Con los diagnósticos de este tipo de los problemas que debemos abordar no vamos a ninguna parte.
José Gimeno Sacristán es catedrático de la Universidad de Valencia.
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