- Las Administraciones intentan silenciar a las asociaciones más críticas
- Algunas se revuelven, pero otras ceden a la mordaza institucional por miedo al descrédito y a perder las subvenciones
- Los que no quisieron callarse
La cita es literal: “Te ruego que no te pongas en contacto con los institutos para no entorpecer su normal funcionamiento. Cualquier cosa que necesites nos la pides a nosotros”. Una portavoz de la Consejería de Educación de Castilla-La Mancha pedía así hace una semana a un periodista de EL PAÍS que solo recabe datos oficiales, nada de hablar con profesores. En Madrid, un nuevo movimiento, la marea blanca contra la privatización de la gestión sanitaria, ha explotado en las calles y en los centros hospitalarios con una protesta inédita. Miles de personas rodearon el miércoles la Asamblea de Madrid. El gobierno regional lo consideró una “coacción al Parlamento desde las calles” y acusó a la oposición de jalear la iniciativa. La asociación de consumidores Facua se enfrentó recientemente al Ministerio de Sanidad, que le acusaba de “extralimitación” en sus funciones por promover campañas contra los recortes. Les amenazaron con retirarles las subvenciones y con su salida del registro oficial. Plantaron cara, pero no siempre ocurre. Es la lucha del pequeño frente al grande, de una sociedad civil que quiere protestar y se ve silenciada con una mordaza institucional de descrédito social o de ahogo económico.
¿Hasta qué punto intentan callar las administraciones públicas y los Gobiernos a los ciudadanos? ¿Está la sociedad española articulada para protestar? ¿Les están cortando las alas? ¿Podrían organizarse de otra manera?
“En España se ha instaurado el ‘yo gano las elecciones y hago lo que me da la gana, y ustedes, ciudadanos, ya opinarán en los próximos comicios”, considera José Antonio Martínez, presidente de Fedadi, organización nacional de directores de institutos de secundaria. Martínez lleva años quejándose de los niveles de represión que ha sufrido este colectivo, antes y después de las protestas que en 2011 alumbraron la marea verde. “En Madrid idearon un proceso de selección de directores de institutos que derivó en caza de brujas; permitía dejar a gente en la calle cuando no los consideraban afines. Tengo compañeros con la carrera destrozada. Ya no es que el que se mueva no sale en la foto, es que el que se pronuncie se va a la calle y punto”.
De la misma opinión es José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, una organización que denuncia las medidas y recortes que afectan a la Ley de Dependencia. El silencio se ha instalado entre muchos de sus asociados que “no pueden aparecer públicamente sin que se vean penalizados en sus ayuntamientos, consejerías”, señala. Ramírez es de los pocos que le pone voz pública al malestar de los ciudadanos dependientes y lo ha pagado caro. El proceso que vivió, que él califica sin ambages de “acoso”, acabó con la amortización de su plaza de laboral fijo del Ayuntamiento de Marbella, la única de 3.000. Ahora tiene más tiempo para reivindicar: “Tenemos miedo de hablar, recibimos amenazas. Y eso que no tenemos una sola subvención de ningún gobierno”.
La institucionalización de muchas organizaciones ha sido, andando el tiempo, la raíz de su descrédito y lo que ha debilitado su crítica, si no silenciado. “Ya ocurrió con los sindicatos en los años veinte del siglo pasado en toda Europa. Los acercaron al poder para que negociaran con ellos. Eso los mantenía alejados de las huelgas”, explica Rafael Cruz Martínez, profesor de Historia de los Movimientos Sociales de la Complutense, Rafael Cruz Martínez. “Y parecida fue la creación de los Institutos de la Mujer en los ochenta en España. Por un lado podía recoger una petición del colectivo feminista, sí, pero si aparecían los problemas y las discrepancias, ¿quién criticaba, si los había creado el poder?”, dice.
El Defensor del Pueblo Andaluz, José Chamizo, lo define como “una especie de chantaje en la que ha caído de bruces el movimiento asociativo”. Recuerda su propia experiencia. Su trayectoria social comenzó en el Campo de Gibraltar como miembro de un movimiento que intentaba frenar los efectos de las drogas. “Éramos pioneros. Cuando el Gobierno empezó el Plan Nacional contra las Drogas en 1985, nuestra asociación ya gestionaba hasta comunidades terapéuticas”. Costeaban sus gastos con rifas, aportaciones voluntarias, venta de camisetas… “Éramos mucho más libres, nosotros marcábamos los programas necesarios. Pero llegaron las subvenciones y, como había tanto que arreglar, no nos dimos cuenta de que estábamos perdiendo independencia”.
¿Qué parte de culpa tienen los propios ciudadanos en su falta de organización y de independencia respecto a los poderes públicos? ¿Qué pueden hacer?
El profesor Cruz Martínez les exculpa: “Solo imitan a los políticos, que cuando se acercan las elecciones dejan de lado los asuntos que consideran espinosos, los que creen que les restarán votos”. Pero la filósofa Victoria Camps incide en su parte de responsabilidad en un análisis desde una perspectiva ética y política. “El ciudadano en democracia liberal no actúa, espera a que le resuelvan los problemas, se ve como sujeto de derechos y no asume responsabilidades”, señala Camps, impulsora del artículo Democracia de calidad frente a la crisis con otros miembros del Círculo Cívico de Opinión. La filósofa subraya la diferencia de tradición entre países del sur de Europa y los anglosajones, en los que se produce “una mayor desconfianza de los ciudadanos respecto al Estado. Allí prefieren tomar la iniciativa”. Lo achaca a factores sociales y también religiosos: “El protestantismo es un elemento de libertad que rompe con la jerarquía eclesiástica y con el poder”. Y concluye: “Estamos acostumbrados a buscarnos poco la vida. No tendría que ir aparejado sentirse limitado por recibir subvenciones, pero todos sabemos que el ser humano es imperfecto”.
Para Pablo Iglesias, doctor en Ciencias Políticas de la Complutense, el problema está más en quién y cómo se dan las subvenciones que en las asociaciones que las reciben: “Lo público va más allá de lo institucional, aunque los políticos no lo acaben de ver. Las asociaciones enriquecen lo público y subvencionarlas no es un regalo de los políticos. Aunque quizá les interesa más una sociedad civil amordazada mientras son serviles con los grupos de presión”.
Rubén Sánchez, portavoz de la organización de consumidores Facua, considera que a veces es beneficioso dar un paso al frente. Facua se vio inmersa recientemente en una polémica que ilustra la mordaza que a veces cae sobre las organizaciones ciudadanas. “El Gobierno no nos amenazó con quitarnos las subvenciones si seguíamos con nuestra campaña contra los recortes; era peor que eso. Nos amenazó con la ilegalización, eso nos impedía pronunciarnos en los foros en los que tenemos derecho a participar. Pero seguimos adelante, no nos callamos y todavía estamos aquí”, dice. Cuadruplicaron el número de socios tras denunciar las presiones de Sanidad. “No se puede recibir subvenciones y ser correa de transmisión de los partidos políticos, que no solo han creado muchas de estas organizaciones, sino que ellas tampoco se han independizado. Es curioso ver cómo algunas aparecen y desaparecen en función del partido que gobierna”, critica.
Esa sería una de las claves: separar la subvención de la pleitesía. Países con más tradición democrática que España, como Noruega, están más avanzados en este sentido como muestra el siguiente ejemplo: la asociación Amigos de la Tierra Noruega tiene casi un siglo y más de 28.000 socios. Es muy crítica con su Gobierno y ha hecho acciones de presión que han llevado a cambiar planes estatales. En 2011, por ejemplo, el Ejecutivo accedió a detener una perforación petrolera al norte del país, encima del Círculo Polar Ártico, zona de especies amenazadas. El sociólogo del Departamento de Criminología de la Universidad de Oslo, Rune Ellefsen, la pone como ejemplo de organizaciones ecologistas que emplean métodos de desobediencia civil “no violenta pero ilegales” para ejercer una protesta política pero “no han perdido fondos del Estado”. Las ONG ambientales en Noruega debían cumplir dos criterios para recibir financiación: aspectos objetivos y una evaluación “de su relevancia social” que realizaba el Ministerio de Medio Ambiente. La segunda exigencia, explica Ellefsen, fue cambiada recientemente. La asociación de ONG noruega declaró hace un año que les preocupaba que ese requisito “afectará el trabajo de las organizaciones, ya que podrían modificar su cometido para asegurarse de cumplir las exigencias estatales para ser declaradas como socialmente relevantes”.
Ellefsen participa esta semana en un congreso organizado en el Ateneo de Madrid por la organización internacional Igualdad Animal para denunciar la “actual situación de represión global hacia las libertades de expresión e información que padecen tanto la prensa como los movimientos sociales de todo el mundo”. Javier Moreno, de la organización, considera que la tendencia empeora. “Vamos hacia una sociedad de callados y de recortes de libertades, de represión de los derechos y del activismo, que está siendo muy criminalizado”. En dicho congreso intervendrá también la magistrada de Jueces para la Democracia Victoria Rusell, que admite los fallos de su colectivo. “Quizá desde el ámbito jurídico hemos contribuido a silenciar las voces críticas, aunque fuera solo por la pena del banquillo, que no es poco. Y los más débiles no tenían capacidad para llegar a instancias superiores, como Estrasburgo”, reconoce.
“Entre los medios locales de comunicación, los pequeños, cuántas veces ha habido sentencias que primaron el sentido del honor del demandante respecto a la libertad de expresión. Eso ahora está más corregido, el Constitucional ha dado ejemplos para cambiarlo. Pero el mensaje que se enviaba con aquellas sentencias penalizaba al pequeño. Lo mismo que si un presidente de una asociación de vecinos pleiteaba con el líder político que no había cumplido tal o cual cosa”, dice. Reconoce que tenían las de perder, y que eso no ha incentivado, precisamente, el asociacionismo, ni la lucha, ni el contrapoder que puede surgir de los movimientos sociales, de la sociedad civil. “Hemos perdido calidad democrática, y ahora, en plena tensión, protestas y crisis es difícil recuperarla. Apenas nos dedicamos a ver si la policía se ha extralimitado, por ejemplo”, señala.
¿Hasta qué punto intentan callar las administraciones públicas y los Gobiernos a los ciudadanos? ¿Está la sociedad española articulada para protestar? ¿Les están cortando las alas? ¿Podrían organizarse de otra manera?
“En España se ha instaurado el ‘yo gano las elecciones y hago lo que me da la gana, y ustedes, ciudadanos, ya opinarán en los próximos comicios”, considera José Antonio Martínez, presidente de Fedadi, organización nacional de directores de institutos de secundaria. Martínez lleva años quejándose de los niveles de represión que ha sufrido este colectivo, antes y después de las protestas que en 2011 alumbraron la marea verde. “En Madrid idearon un proceso de selección de directores de institutos que derivó en caza de brujas; permitía dejar a gente en la calle cuando no los consideraban afines. Tengo compañeros con la carrera destrozada. Ya no es que el que se mueva no sale en la foto, es que el que se pronuncie se va a la calle y punto”.
De la misma opinión es José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, una organización que denuncia las medidas y recortes que afectan a la Ley de Dependencia. El silencio se ha instalado entre muchos de sus asociados que “no pueden aparecer públicamente sin que se vean penalizados en sus ayuntamientos, consejerías”, señala. Ramírez es de los pocos que le pone voz pública al malestar de los ciudadanos dependientes y lo ha pagado caro. El proceso que vivió, que él califica sin ambages de “acoso”, acabó con la amortización de su plaza de laboral fijo del Ayuntamiento de Marbella, la única de 3.000. Ahora tiene más tiempo para reivindicar: “Tenemos miedo de hablar, recibimos amenazas. Y eso que no tenemos una sola subvención de ningún gobierno”.
La institucionalización de muchas organizaciones ha sido, andando el tiempo, la raíz de su descrédito y lo que ha debilitado su crítica, si no silenciado. “Ya ocurrió con los sindicatos en los años veinte del siglo pasado en toda Europa. Los acercaron al poder para que negociaran con ellos. Eso los mantenía alejados de las huelgas”, explica Rafael Cruz Martínez, profesor de Historia de los Movimientos Sociales de la Complutense, Rafael Cruz Martínez. “Y parecida fue la creación de los Institutos de la Mujer en los ochenta en España. Por un lado podía recoger una petición del colectivo feminista, sí, pero si aparecían los problemas y las discrepancias, ¿quién criticaba, si los había creado el poder?”, dice.
El Defensor del Pueblo Andaluz, José Chamizo, lo define como “una especie de chantaje en la que ha caído de bruces el movimiento asociativo”. Recuerda su propia experiencia. Su trayectoria social comenzó en el Campo de Gibraltar como miembro de un movimiento que intentaba frenar los efectos de las drogas. “Éramos pioneros. Cuando el Gobierno empezó el Plan Nacional contra las Drogas en 1985, nuestra asociación ya gestionaba hasta comunidades terapéuticas”. Costeaban sus gastos con rifas, aportaciones voluntarias, venta de camisetas… “Éramos mucho más libres, nosotros marcábamos los programas necesarios. Pero llegaron las subvenciones y, como había tanto que arreglar, no nos dimos cuenta de que estábamos perdiendo independencia”.
¿Qué parte de culpa tienen los propios ciudadanos en su falta de organización y de independencia respecto a los poderes públicos? ¿Qué pueden hacer?
El profesor Cruz Martínez les exculpa: “Solo imitan a los políticos, que cuando se acercan las elecciones dejan de lado los asuntos que consideran espinosos, los que creen que les restarán votos”. Pero la filósofa Victoria Camps incide en su parte de responsabilidad en un análisis desde una perspectiva ética y política. “El ciudadano en democracia liberal no actúa, espera a que le resuelvan los problemas, se ve como sujeto de derechos y no asume responsabilidades”, señala Camps, impulsora del artículo Democracia de calidad frente a la crisis con otros miembros del Círculo Cívico de Opinión. La filósofa subraya la diferencia de tradición entre países del sur de Europa y los anglosajones, en los que se produce “una mayor desconfianza de los ciudadanos respecto al Estado. Allí prefieren tomar la iniciativa”. Lo achaca a factores sociales y también religiosos: “El protestantismo es un elemento de libertad que rompe con la jerarquía eclesiástica y con el poder”. Y concluye: “Estamos acostumbrados a buscarnos poco la vida. No tendría que ir aparejado sentirse limitado por recibir subvenciones, pero todos sabemos que el ser humano es imperfecto”.
Para Pablo Iglesias, doctor en Ciencias Políticas de la Complutense, el problema está más en quién y cómo se dan las subvenciones que en las asociaciones que las reciben: “Lo público va más allá de lo institucional, aunque los políticos no lo acaben de ver. Las asociaciones enriquecen lo público y subvencionarlas no es un regalo de los políticos. Aunque quizá les interesa más una sociedad civil amordazada mientras son serviles con los grupos de presión”.
Rubén Sánchez, portavoz de la organización de consumidores Facua, considera que a veces es beneficioso dar un paso al frente. Facua se vio inmersa recientemente en una polémica que ilustra la mordaza que a veces cae sobre las organizaciones ciudadanas. “El Gobierno no nos amenazó con quitarnos las subvenciones si seguíamos con nuestra campaña contra los recortes; era peor que eso. Nos amenazó con la ilegalización, eso nos impedía pronunciarnos en los foros en los que tenemos derecho a participar. Pero seguimos adelante, no nos callamos y todavía estamos aquí”, dice. Cuadruplicaron el número de socios tras denunciar las presiones de Sanidad. “No se puede recibir subvenciones y ser correa de transmisión de los partidos políticos, que no solo han creado muchas de estas organizaciones, sino que ellas tampoco se han independizado. Es curioso ver cómo algunas aparecen y desaparecen en función del partido que gobierna”, critica.
Esa sería una de las claves: separar la subvención de la pleitesía. Países con más tradición democrática que España, como Noruega, están más avanzados en este sentido como muestra el siguiente ejemplo: la asociación Amigos de la Tierra Noruega tiene casi un siglo y más de 28.000 socios. Es muy crítica con su Gobierno y ha hecho acciones de presión que han llevado a cambiar planes estatales. En 2011, por ejemplo, el Ejecutivo accedió a detener una perforación petrolera al norte del país, encima del Círculo Polar Ártico, zona de especies amenazadas. El sociólogo del Departamento de Criminología de la Universidad de Oslo, Rune Ellefsen, la pone como ejemplo de organizaciones ecologistas que emplean métodos de desobediencia civil “no violenta pero ilegales” para ejercer una protesta política pero “no han perdido fondos del Estado”. Las ONG ambientales en Noruega debían cumplir dos criterios para recibir financiación: aspectos objetivos y una evaluación “de su relevancia social” que realizaba el Ministerio de Medio Ambiente. La segunda exigencia, explica Ellefsen, fue cambiada recientemente. La asociación de ONG noruega declaró hace un año que les preocupaba que ese requisito “afectará el trabajo de las organizaciones, ya que podrían modificar su cometido para asegurarse de cumplir las exigencias estatales para ser declaradas como socialmente relevantes”.
Ellefsen participa esta semana en un congreso organizado en el Ateneo de Madrid por la organización internacional Igualdad Animal para denunciar la “actual situación de represión global hacia las libertades de expresión e información que padecen tanto la prensa como los movimientos sociales de todo el mundo”. Javier Moreno, de la organización, considera que la tendencia empeora. “Vamos hacia una sociedad de callados y de recortes de libertades, de represión de los derechos y del activismo, que está siendo muy criminalizado”. En dicho congreso intervendrá también la magistrada de Jueces para la Democracia Victoria Rusell, que admite los fallos de su colectivo. “Quizá desde el ámbito jurídico hemos contribuido a silenciar las voces críticas, aunque fuera solo por la pena del banquillo, que no es poco. Y los más débiles no tenían capacidad para llegar a instancias superiores, como Estrasburgo”, reconoce.
“Entre los medios locales de comunicación, los pequeños, cuántas veces ha habido sentencias que primaron el sentido del honor del demandante respecto a la libertad de expresión. Eso ahora está más corregido, el Constitucional ha dado ejemplos para cambiarlo. Pero el mensaje que se enviaba con aquellas sentencias penalizaba al pequeño. Lo mismo que si un presidente de una asociación de vecinos pleiteaba con el líder político que no había cumplido tal o cual cosa”, dice. Reconoce que tenían las de perder, y que eso no ha incentivado, precisamente, el asociacionismo, ni la lucha, ni el contrapoder que puede surgir de los movimientos sociales, de la sociedad civil. “Hemos perdido calidad democrática, y ahora, en plena tensión, protestas y crisis es difícil recuperarla. Apenas nos dedicamos a ver si la policía se ha extralimitado, por ejemplo”, señala.
Los que no quisieron callarse
Religiosos. En marzo de 2007, el Arzobispado de Madrid amagó con cerrar la parroquia roja de Entrevías (Puente de Vallecas, Madrid), San Carlos Borromeo. Alegó que los curas celebraban la eucaristía comulgando con rosquillas en lugar de hostias sagradas y en ropa de calle. El Arzobispado, con Antonio María Rouco Varela al frente, anunció que las instalaciones pasarían a manos de Cáritas; y solo bajo esa supervisión los curas (transformados en trabajadores sociales) podrían seguir haciendo su labor social. “Fue un intento de mordaza en toda regla por criticar a la jerarquía eclesiástica”, opina Javier Baeza, uno de los tres curas de la parroquia, que sigue abierta.
Profesores. En el verano de 2011 comenzó a gestarse el movimiento de la marea verde, la protesta de la comunidad educativa contra los recortes de la Comunidad de Madrid en educación. La consejería expedientó a directores y profesores por llevar camisetas verdes en exámenes o poner carteles. Varios docentes fueron trasladados a peores destinos por denunciar a la prensa sus nuevos cometidos. El PP de Madrid denunció en la Agencia Tributaria al dueño del taller de imprenta en la que se inventó el logotipo y a las asociaciones de padres que vendían las camisetas por “supuesto fraude fiscal” por vender las camisetas de la Marea Verde “sin IVA”. Hubo 11 huelgas. Un año después, el movimiento se ha propagado a otras comunidades autónomas y ha saltado a la universidad.
Policías. Javier Roca, bautizado como poliflauta o el policía del 15-M, fue sancionado por intervenir en una asamblea del movimiento social en julio de 2011. Se le achacó “abuso de atribuciones”, una falta grave, porque se identificó en una asamblea y señaló que él y parte de sus compañeros estaban indignados y apoyaban el movimiento. Invitó públicamente a los compañeros a “colgar el uniforme durante un tiempo y pensar”. Un año después, un juzgado contencioso administrativo anuló esa sanción. “Ojalá mi caso sirva para que nadie limite la libertad de expresión”, deseó él entonces.
Dependientes. El presidente de la Asociación Estatal de Directores y Gerentes de Servicios Sociales, José Manuel Ramírez, perdió el trabajo. Ha recibido amenazas por tierra, mar y aire. Los estudios de su organización sobre el sistema de la dependencia sacaban los colores a las consejerías y al Gobierno. Una consejera popular le dijo un día: “Tú estás haciendo mucho daño a las instituciones del PP, pero ellas también te lo pueden hacer a ti”. Una consejera socialista le llamó indignada: “¿Pero tú qué te crees, que te puedes meter con el Gobierno de esta comunidad?”. La última fue del anterior Ministerio de Sanidad. Un alto dirigente le llamó cuando habían hecho públicos unos datos sobre financiación de la dependencia. “¿Qué es lo que estás publicando? ¿Qué datos son esos? Te los puedes meter por el culo”. “Desde entonces”, bromea Ramírez, “llevo todos los datos en un pendrive, por si acaso”. No han conseguido silenciarle, pero la consejera del PP tenía razón. Le hicieron mucho daño. El Ayuntamiento de Marbella, donde trabajaba, amortizó su plaza de laboral fijo. La única de las 3.000 existentes que ha sido amortizada. El Gobierno publicó poco tiempo después los datos de financiación oficiales: eran prácticamente calcados a los que avanzó en su día la organización de Ramírez.
Religiosos. En marzo de 2007, el Arzobispado de Madrid amagó con cerrar la parroquia roja de Entrevías (Puente de Vallecas, Madrid), San Carlos Borromeo. Alegó que los curas celebraban la eucaristía comulgando con rosquillas en lugar de hostias sagradas y en ropa de calle. El Arzobispado, con Antonio María Rouco Varela al frente, anunció que las instalaciones pasarían a manos de Cáritas; y solo bajo esa supervisión los curas (transformados en trabajadores sociales) podrían seguir haciendo su labor social. “Fue un intento de mordaza en toda regla por criticar a la jerarquía eclesiástica”, opina Javier Baeza, uno de los tres curas de la parroquia, que sigue abierta.
Profesores. En el verano de 2011 comenzó a gestarse el movimiento de la marea verde, la protesta de la comunidad educativa contra los recortes de la Comunidad de Madrid en educación. La consejería expedientó a directores y profesores por llevar camisetas verdes en exámenes o poner carteles. Varios docentes fueron trasladados a peores destinos por denunciar a la prensa sus nuevos cometidos. El PP de Madrid denunció en la Agencia Tributaria al dueño del taller de imprenta en la que se inventó el logotipo y a las asociaciones de padres que vendían las camisetas por “supuesto fraude fiscal” por vender las camisetas de la Marea Verde “sin IVA”. Hubo 11 huelgas. Un año después, el movimiento se ha propagado a otras comunidades autónomas y ha saltado a la universidad.
Policías. Javier Roca, bautizado como poliflauta o el policía del 15-M, fue sancionado por intervenir en una asamblea del movimiento social en julio de 2011. Se le achacó “abuso de atribuciones”, una falta grave, porque se identificó en una asamblea y señaló que él y parte de sus compañeros estaban indignados y apoyaban el movimiento. Invitó públicamente a los compañeros a “colgar el uniforme durante un tiempo y pensar”. Un año después, un juzgado contencioso administrativo anuló esa sanción. “Ojalá mi caso sirva para que nadie limite la libertad de expresión”, deseó él entonces.
Dependientes. El presidente de la Asociación Estatal de Directores y Gerentes de Servicios Sociales, José Manuel Ramírez, perdió el trabajo. Ha recibido amenazas por tierra, mar y aire. Los estudios de su organización sobre el sistema de la dependencia sacaban los colores a las consejerías y al Gobierno. Una consejera popular le dijo un día: “Tú estás haciendo mucho daño a las instituciones del PP, pero ellas también te lo pueden hacer a ti”. Una consejera socialista le llamó indignada: “¿Pero tú qué te crees, que te puedes meter con el Gobierno de esta comunidad?”. La última fue del anterior Ministerio de Sanidad. Un alto dirigente le llamó cuando habían hecho públicos unos datos sobre financiación de la dependencia. “¿Qué es lo que estás publicando? ¿Qué datos son esos? Te los puedes meter por el culo”. “Desde entonces”, bromea Ramírez, “llevo todos los datos en un pendrive, por si acaso”. No han conseguido silenciarle, pero la consejera del PP tenía razón. Le hicieron mucho daño. El Ayuntamiento de Marbella, donde trabajaba, amortizó su plaza de laboral fijo. La única de las 3.000 existentes que ha sido amortizada. El Gobierno publicó poco tiempo después los datos de financiación oficiales: eran prácticamente calcados a los que avanzó en su día la organización de Ramírez.
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