Fernando Hernández Sánchez firma esta tribuna en el diario EL PAÍS;
El pasado 4 de diciembre el Ministerio de Educación y Cultura presentó a las comunidades autónomas la última versión del anteproyecto de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad de la Enseñanza (LOMCE), la cuarta reforma del sistema educativo en la etapa democrática. Aparte de los muchos aspectos que ya han originado un intenso debate social, merece la pena dedicar unas reflexiones a las vicisitudes de la materia de Historia. En la primera redacción del texto, dejaba de ser troncal en 4º de ESO quedando únicamente como optativa para los futuros estudiantes del Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales, de tal forma que un alumno que eligiera en 4º la modalidad científica se podría titular sin conocer absolutamente nada de la Historia Contemporánea universal y solo contemplaría la del siglo XX español en 2º de Bachillerato, si llegaba. El diseño inicial de la LOMCE habría culminado lo que inició la LOGSE cuando redujo el horario de las Ciencias Sociales en la etapa obligatoria: que promociones enteras de jóvenes terminasen su formación básica y se incorporasen a la vida económica, laboral, social y política sin haber recibido formación alguna sobre las raíces próximas de la sociedad en la que se insertan como ciudadanos activos.
Que la última versión del anteproyecto haya reintroducido la Historia como materia común en 4º de ESO solo constituye un alivio parcial. La arquitectura del sistema educativo obligatorio que se está configurando conduce a un trayecto de salida ineludiblemente condicionado por la presencia de una prueba evaluadora global para la obtención del título de graduado en secundaria. Ello significa que la finalidad de la enseñanza de todas las materias integrantes del último curso de ESO estará destinada, no al aprendizaje significativo de conocimientos, sino al adiestramiento para la superación de la propia prueba. La Historia Contemporánea, cuya complejidad precisa de una metodología basada en el tratamiento de la pluralidad de fuentes, la interpretación multicausal y el análisis crítico se limitará a la deglución compulsiva de los contenidos factuales necesarios para sortear el obstáculo. Se repetirá así el modelo que ha convertido a la Historia Contemporánea de España en un enojoso bagaje de fechas, personajes y periodos del que desembarazarse de la mejor manera posible en la ansiógena selectividad, en lugar de un espacio de reflexión sobre los fundamentos de nuestra Historia reciente.
Es dudoso que, asimismo, se actualicen las obsoletas periodizaciones que condenan a la Historia Contemporánea a ser un periodo de raíces cada vez más remotas (1789) y cuyo tramo más próximo, la Historia del Presente (desde 1939 a nuestros días) carece de entidad propia y sustancial en el currículum. Si no hay modificación de la distribución de los contenidos, y es poco probable que eso ocurra, continuará la absurda reiteración de los mismos temas de Historia Contemporánea universal en dos cursos consecutivos, 4º de ESO y 1º de Bachillerato, innecesaria si este último se destinara a la profundización en los contenidos de la Historia del Presente. Claro que ello supondría apostar por una concepción de la enseñanza de la Historia Contemporánea incompatible con un proyecto de ingeniería social que persigue la conformación de una ciudadanía acrítica e intelectualmente inerme frente al implacable avance de la revolución neoconservadora. En este contexto, los principios ilustrados de igualdad de oportunidades y fomento del espíritu crítico son barridos por los mantras del liberalismo económico, los mismos que esmaltan el preámbulo de la LOMCE: la competitividad, la “empleabilidad” y el fomento del “espíritu emprendedor”. Como es evidente, ni la investigación sobre la represión franquista genera patentes ni la historia política del siglo XX cotiza en el Ibex 35.
La Historia tiene una presencia curricular añeja en los sistemas educativos de los Estados contemporáneos, pero eso no la convierte en invulnerable, ni en cuanto a su peso ni en cuanto a sus contenidos. En países donde gobiernan o lo han hecho recientemente partidos de la familia ideológica del PP, la enseñanza de la Historia ha sido objeto de diversos intentos de limitación, ya sea en presencia o en horario. Sarkozy pretendió eliminarla en el nivel terminal de la rama técnica del bachillerato francés. En España, durante el Gobierno de Aznar y con el impagable apoyo de la Real Academia de la Historia y su dictamen sobre el denominado Plan de Humanidades, la entonces titular del MEC, Pilar del Castillo, sentenció que el papel escolar de la Historia debía ser el retorno a la transmisión del qué, dónde, cuándo y cómo, pero no a la explicación del porqué, siempre controvertible. Algún conspicuo seguidor de Milton Friedman metido a opinar de pedagogía llegó a la pintoresca conclusión de que la falta de vocaciones empresariales tenía que ver con la peyorativa imagen que del patrón capitalista decimonónico reflejaba la historia de la Revolución Industrial que se enseña en las escuelas.
Que sea necesario vindicar la presencia de la Historia Contemporánea en las aulas es un síntoma preocupante de la supuesta mejora de la calidad de la educación que se postula. Es un extraño maridaje aquel que aúna el desdén por los saberes no fungibles crematísticamente con la desconfianza hacia toda aproximación crítica a un pasado que se pretende clausurado e intocable. Ambas cosas no logran encubrir, en el mejor de los casos, la pretensión de imponer, por inercia, un determinado relato histórico justificador del presente. En el peor escenario, nos sitúan ante el déficit democrático originario de un cierto sector de la derecha española, que quizás tema al juicio de la Historia reciente porque no protagonizó en ella un papel precisamente lucido.
Fernando Hernández Sánchez es profesor asociado de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Asociación de Historiadores del Presente
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